La Senda de los Lameini – Capítulo 1

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1. Una deuda que hay que saldar

El eco de los pasos resonaba por toda la caverna. En medio de la oscuridad, tres solitarias figuras avanzaban bajo la vacilante luz de una antorcha. Al frente iba un hombre delgado con la tea en la mano, le seguía un niño pequeño, también humano, y cerraba el grupo un endrino, aunque era algo bajo para los cánones normales de su raza, sólo medía algo menos de siete pies.

—Insisto, Ramfalas, no deberíamos estar en este lugar —dijo el endrino. Su voz, preocupada, se amplificó con el eco—. No me gusta este agujero, es muy estrecho, demasiado agobiante.

—Tranquilízate —replicó el humano sin darse la vuelta, estaba más atento de dónde ponía el pie que de lo que le decía el otro—. Por aquí puede pasar un ejército entero y, aun así, queda hueco para la caballería.

—Pues peor todavía. Él también cabe… ¡Se ven sus marcas en las paredes! —El endrino señaló a unas largas estrías hechas en la pared del túnel, como si fueran producidas por unas enormes garras que hubieran excavado en la dura roca—. Este túnel es obra suya.

—No nos atacará —sentenció Ramfalas intentando dar a sus palabras una seguridad que él mismo no tenía. 

—Él odia a los de mi raza, estoy seguro de que reconocerá mi olor —argumentó el endrino. Se detuvo. La luz de la antorcha fue alejándose lentamente hasta que sólo fueron visibles sus ojos lilas, su piel negra azulada era como una gran sombra—. Yo soy el último que debería estar aquí, no me obligues a seguir avanzando.

—¿Cómo va a recordar el olor de un endrino casi mil años después? —replicó Ramfalas con cierto desdén.

—Ellos tienen muy buena memoria —insistió el endrino—. Es más, también va a reconocer que Nemeck es un cardio. Por lo menos, deja fuera al crío.

—Yo también quiero ver al dragón —dijo el niño alzando su voz chillona.

—¡Silencio! —le recriminó el endrino.

El pequeño cerró la boca al instante.

—Confía en mí, Randtok. —Ramfalas se paró y se dio la vuelta encarándose con el endrino.

—En ti confío, pero en él… —dijo el endrino dubitativo—. Siento su presencia, me agobia; este túnel es demasiado opresivo, es claustrofóbico.

—Si no quieres venir, dilo sin más; no pasa nada por confesarlo —replicó Ramfalas harto de las reticencias del endrino—. Quédate fuera con Nemeck y espérame. No tardaré demasiado.

—Nadie en su sano juicio se acercaría a la guarida de un dragón, y menos tú —dijo el endrino llamado Randtok—. No es propio de ti.

—Xilapban no me comerá porque me necesita —razonó Ramfalas—. La primera vez que nos cruzamos no lo hizo por ese mismo motivo. Tú y yo hemos discutido este asunto en otras ocasiones y ya dejé bien claro que lo haría, me va la vida en ello. Si no quieres esperarme fuera, te recomiendo que te calles y me acompañes en silencio.

Ramfalas se dio la vuelta y continuó por el túnel. El endrino no contestó, dudó unos instantes, pero al final le siguió. Ninguno de los tres volvió a abrir la boca mientras atravesaban los silenciosos túneles que recorrían el interior de la montaña.

Sopló una fuerte ráfaga de aire que hizo que la llama de la antorcha casi se apagase. Ya no estaban dentro del angosto túnel, sino en un lugar más amplio por donde el viento podía correr con libertad: habían llegado a la gran cámara. Los tres permanecieron en la entrada, sin atreverse a dar un paso en el interior y atentos a cualquier ruido. Pero allí no se oía ni se veía absolutamente nada.

—¡Gran Xilapban, he vuelto como prometí! —gritó Ramfalas rompiendo el silencio.

Sólo se escuchó el eco de su propia voz alejándose hasta los más apartados recovecos de la caverna. Estuvieron un rato esperando, expectantes, sin que nada sucediera en la caverna.

—¿Xilapban, estás ahí? —volvió a preguntar Ramfalas.

Otro silencio prolongado.

—Soy Ramfalas, el traductor de Dagoria. Te acuerdas de mí, ¿verdad? —insistió.

—¿Cómo no me voy a acordar del humano más estúpido y cobarde que ha pasado por este lugar? —habló una poderosa voz, era cavernosa y profunda; retumbó por toda la estancia. Venía de arriba, pero, con la poca luz que daba la antorcha, Ramfalas no pudo localizar su origen—. Ha pasado tanto tiempo que ya te creía muerto, traductor de Dagoria.

—He regresado como prometí —dijo Ramfalas.

—Has cumplido tu promesa, en efecto, así que te liberaré de tu juramento —dijo la voz, luego cambió el tono por otro más agresivo—: Lo que no entiendo es por qué has traído aquí al mayor cazadragones que se haya conocido, ¿qué pensabas, que no me acordaría de él? ¡Pues sí! Recuerdo su hedor perfectamente, muchos de mis hermanos cayeron bajo su hacha. Si lo has traído aquí como un regalo, apártate —continuó la voz—. Tengo pendiente algo que deseaba hacer desde hace mucho tiempo.

—¡Espera un momento, Xilapban! —rogó Ramfalas con voz asustada—. Te tengo que explicar muchas cosas.

—¡Aparta! — retumbó la poderosa voz por toda la caverna.

—No me voy a mover, así que tendrás que comerme a mí también —afirmó desafiante Ramfalas.

—¿Y piensas que eso me va a detener? —inquirió la voz del dragón—. Puedo buscarme otro servidor, para mí es más importante hacer justicia y cobrarme una antigua deuda.

—Antes de nada, déjame que te explique —suplicó Ramfalas aterrorizado.

—Aléjate de aquí, Ramfalas —dijo Randtok en voz baja. El endrino estaba tenso, con una mano agarrando el mango de un largo cuchillo que tenía en el cinto.

—Creo que lo mejor sería…—comenzó a decir Ramfalas, pero Randtok le interrumpió.

—¡Ahora!

Ramfalas no reaccionó, estaba asustado. El endrino dio un tremendo tirón de él y lo lanzó contra la pared de roca. Fue un instante antes de que una poderosa llamarada saliera de la nada y alcanzase el lugar donde antes habían estado los dos. Ramfalas se acurrucó contra la pared y se quedó así, con las manos protegiéndose la cabeza del intenso calor.

Se atrevió a levantar la cabeza. La antorcha había caído al suelo. Su llama no se apagó, pero había menguado considerablemente, tanto que apenas veía. A su alrededor oía los ruidos en medio de la oscuridad. No sabía dónde estaban ni Randtok ni Nemeck, y lo que era más peligroso: por dónde acechaba el dragón.

Sintió una fuerte ráfaga de aire cercana y otra gran bola de fuego impactó contra el suelo, junto a la boca del túnel por el que habían entrado. La deflagración iluminó fugazmente la zona, pero no consiguió ver dónde estaban sus compañeros de viaje. Otro fogonazo impactó a varios pasos del primero, y enseguida otra poderosa llama iluminó la caverna, pero todavía más alejada. Aparecieron otros resplandores que se fueron apartando de su posición, comenzaron a concentrarse en la otra punta de la caverna. Hasta cuatro llamaradas más vio Ramfalas en la oscuridad hasta que una de ellas se metió por la boca de otro túnel.

—¡Sal de ahí! —gritó la poderosa voz del dragón. Después, un rugido atronador hizo temblar toda la caverna—. ¡Voy a derribar toda la montaña si no lo haces!

—¡Haz algo, Ramfalas! —El traductor escuchó los gritos del endrino—. ¡Páralo!

Ramfalas, aún asustado, se levantó y miró hacia todos los lados. Otra llamarada más iluminó toda la boca del túnel y dibujó los trazos de la silueta de un enorme reptil alado con la cabeza metida dentro. El voluminoso corpachón escamado, como bien sabía Ramfalas de su anterior visita a la caverna, no pasaba por ahí.

Tras recoger del suelo la antorcha, Ramfalas reunió todo el valor que pudo. Dio, algo acobardado, un par de pasos hacia el dragón. Sin embargo, notó una presencia a su espalda. Se giró y allí estaba Nemeck agazapado y mirándole fijamente.

—Escóndete en la boca del túnel, zagal —ordenó Ramfalas al niño.

—No quiero quedarme ahí, me da miedo quedarme solo en la oscuridad —dijo Nemeck.

—Hazme caso por una vez y no me sigas —ordenó Ramfalas al niño—. Esto es peligroso.

Nemeck obedeció de mala gana, se dio la vuelta y se alejó hasta situarse detrás de una gran roca junto al túnel por el que habían entrado, la misma tras la que Ramfalas se había escondido después del ataque inicial de Xilapban.

Ramfalas volvió su mirada al dragón que, a base de golpes, trataba de introducirse en un túnel demasiado pequeño para su enorme tamaño. Sin que el reptil alado reparase en su presencia, se acercó hasta colocarse a una distancia prudente.

—Xilapban… —La voz de Ramfalas era apenas un susurro en medio del estruendo que estaba formando el dragón. El traductor avanzó un poco más hasta colocarse a la espalda del reptil—. Xilapban… —repitió Ramfalas algo más alto—. Sabes que no cabes ahí, por favor, Xilapban, escúchame.

El dragón se dio la vuelta de repente y se quedó con el hocico a escasos palmos de la cara de Ramfalas. Éste emitió un gritito agudo, soltó la antorcha y se cayó de culo con las manos cubriéndose la cara, viéndose devorado por el dragón.

—¿Qué quieres que escuche? —preguntó Xilapban malhumorado—. ¿Qué puedes decirme que pueda evitar tu muerte y la de ese endrino?

—Mucho —dijo Ramfalas desde el suelo, pero sin quitar las manos de la cara—. Si me lo permites, te contaré la historia de Randtok. Luego podrás sacar tus propias conclusiones.

—¡No hay nada que puedas decir que haga cambiar lo que hizo! —exclamó el dragón acercándose tanto que su hocico tocó el antebrazo de Ramfalas. Éste sintió el calor que transmitía y se retiró un poco.

—Con sus acciones evitó la aniquilación de tu raza —respondió Ramfalas mientras se arrastraba hacia atrás intentando alejarse del dragón.

—Que yo recuerde, él era quien estaba exterminando a mis hermanos —replicó el dragón y su hocico volvió a acercarse a Ramfalas—. No le vuelve mejor el que cesara de hacerlo.

—Él sólo cumplía órdenes —dijo Ramfalas y volvió a apartarse un poco más—. Si me lo permites, te diré lo que pasó y por qué hicieron tal matanza de dragones. Entonces comprenderás que no debes matarle.

—Será difícil que me convenzas, pero te escucharé —aseguró el dragón—. Espero que no sea muy aburrido, tengo hambre y muy poca paciencia. —Giró su cabeza hacia la oscuridad de la caverna—. Huelo el miedo de ese pequeño cardio que se está escondiendo al otro lado, ¿puedo comérmelo mientras me lo cuentas? —preguntó el dragón—. Así podré escuchar tu relato con tranquilidad y el estómago menos vacío.

—No —respondió Ramfalas—, te prohíbo que te comas al niño.

—Creo que te estás tomando demasiadas licencias conmigo, traductor —dijo el dragón y su hocico volvió a acercarse peligrosamente a Ramfalas—. Recuerda, ashiano, que me debes dos favores. —El dragón expulsó por la nariz un humo fétido y caliente para dar más énfasis a sus palabras.

—Lo recuerdo —dijo Ramfalas entre toses. Cuando el humo se disipó, continuó—: Por ese motivo he venido hoy aquí, ¿quieres o no quieres escuchar la historia de Randtok, el olvidado? Deberías saber que también está muy relacionada con el viaje que me trajo hasta aquí, a tu guarida.

—Cuéntame de una vez esa historia, así podré comerme antes a ese endrino asesino —rugió Xilapban.

Ramfalas sabía que el dragón, aunque replicase y se quejase por todo, no se podía resistir a un buen relato.

—Randtok fue, como su olor te ha demostrado, el general de las tropas de élite del imperio endrino de Talorlun —comenzó a hablar Ramfalas—. Su ejército estaba constituido principalmente por humanos, trasgos y demás esclavos del reino, pero sus más leales seguidores eran los cardios. De hecho, Randtok no es totalmente endrino, es cardio por parte de madre. Éstos humanos habían sido esclavizados sólo unos cientos de años antes y todavía mantenían viva la llama de la rebeldía. A diferencia de sus antecesores en el cargo, él los trató como sus iguales, tanto que se ganó su confianza. Los cardios comenzaron a seguir a Randtok y no al rey de Talorlun. Le llamaban Cardarack, corazón cardio en su propio idioma.

—Todo eso es muy bonito, pero ¿podrías ir al grano? —rugió el dragón con desgana. Se tumbó en el suelo de la caverna y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras.

—Es necesario para que comprendas los hechos que ocurrieron después —dijo Ramfalas. Ante el gesto hosco del dragón, continuó—: Como decía antes de que me interrumpieras, los cardios dejaron de servir al rey de Talorlun. Aunque nunca le habían seguido mucho. Eran sus esclavos, no sus súbditos y le odiaban a muerte. Por eso es importante que un general endrino, aunque fuera mestizo, se ganara su lealtad y su confianza.

—Me da lo mismo si le seguían o no —le interrumpió el dragón echando humo por el hocico—. No te vayas por las ramas y cuéntame esa estúpida historia.

—El rey de Talorlun, llamado Ulmilion el Viejo, llevaba en el trono casi cuatrocientos años —continuó Ramfalas atemorizado por el tono del dragón—, mucho más de lo que cualquier endrino puede llegar a vivir. La razón por la cual tuvo esa larga existencia fue una poción secreta, creada por Redindil, que le hacía vivir eternamente.

—¡Redindil! —rugió el dragón con rabia haciendo temblar toda la montaña mientras levantaba la cabeza y abría las alas lleno de ira—. ¡Mil veces sea maldito ese ashiano endemoniado!

—Deberías saber que Redindil —continuó Ramfalas cuando la montaña dejó de temblar—, tras exiliarse de Dagoria, y habitar temporalmente en el reino de los luminados de Veframg, llegó a Talorlun y se convirtió en el mago personal del rey. Y lo hizo gracias a un descubrimiento que había realizado: la receta de la vida eterna. Para llevar a cabo su fórmula necesitaba un ingrediente muy raro y bastante difícil de conseguir: la sangre de un dragón.

—¡Lo sabía! —El rugido del dragón resonó por toda la caverna e hizo caer trocitos de piedra del techo—. Sabía que ese maldito embaucador tramaba algo cuando se dedicó a visitar a los dragones mientras vivía en Veframg.

—¿Me dejas continuar? —preguntó Ramfalas harto de que lo interrumpiese cada dos por tres. El dragón se tranquilizó y la montaña dejó de temblar—. Como decía, Redindil necesitaba la sangre de un dragón para fabricar su receta. Así que el rey de Talorlun mandó a su mejor general, Randtok, a buscar dragones para cazarlos y sacarles toda la sangre. Sé que Randtok no está orgulloso de ese trabajo, pero recibía órdenes de su rey y señor.

Un bufido le advirtió a Ramfalas de que eso no bastaba para exonerar a Randtok y que el relato debería mejorar para hacerlo.

—Pero hubo un hecho que cambió la historia —continuó Ramfalas—. Ruigel, el hijo del rey de Talorlun, envidiaba los éxitos de Randtok, pues el rey estimaba al militar casi más que a su propio hijo. Cuando el gran general se encontraba en el norte, luchando contra los dragones, el príncipe se hizo cargo del gobierno de la región del Cardan, la tierra de los cardios, que le correspondía a Randtok. El príncipe quitó todas las libertades de los cardios y reprimió con dureza una rebelión de éstos.

»Cuando Randtok se enteró, montó en cólera y regresó al Cardan. Al ver la crueldad con que el príncipe había tratado a los cardios, se enfureció y encadenó a Ruigel. Lo arrastró hasta la corte de su padre en Arbel, la capital del reino endrino. El rey no sólo no reprendió a su hijo, sino que lo liberó y criticó la rudeza del general con el heredero del trono. Randtok volvió a montar en cólera y hubo una pelea con un trágico final: el rey murió atravesado por la espada de su fiel general. Randtok tuvo que huir de Arbel, luchando palmo a palmo por escapar de la ciudad. Se refugió en el bosque del Cardan, donde todavía tenía fieles seguidores que le protegieron.

»Mientras tanto, el príncipe fue coronado como Ruigel II. Y lo primero que hizo al subir al trono fue cazar al asesino de su padre. Cercó el bosque del Cardan, donde hubo grandes batallas y mucha valentía resistiendo un prolongado asedio. Pero Randtok no tenía suficientes fuerzas para aguantar mucho tiempo, pues el grueso de su ejército continuaba en el norte luchando contra los dragones. Aunque resistió todo lo que pudo, el general fue sitiado y perdió la batalla decisiva en el baluarte de Zag-Belug. A pesar de que todo estaba ya decantado, hubo tiempo para que Ruigel y Randtok se enfrentasen en combate singular: el general venció al rey y lo dejó lisiado. Si no fuera por la intervención de Redindil, lo hubiera matado.

—¡Bien poco me faltó! —exclamó Randtok desde el túnel en el que se había refugiado.

—¡Silencio, asesino! —le reprochó el dragón—. Continúe, traductor.

—Redindil pensó que lo mejor era ejecutar inmediatamente a Randtok —continuó Ramfalas—; sin embargo, el rey Ruigel II quería que sufriese toda la eternidad por haber matado a su padre. Para llevar a cabo su venganza, pidió a Redindil que diseñase una prisión especial que debería dar un tormento atroz, pero nunca la muerte, de manera que el recluso viviera eternamente a la vez que sufría la peor de las torturas.

—Bien merecido que lo tenía —afirmó el dragón—. Aunque si me lo hubiesen dejado a mí, el sufrimiento hubiera sido más breve, pero mucho más intenso…

—¿Quieres que te cuente el final? —le reprochó Ramfalas—. ¡Pues calla y escucha!

El dragón gruñó, pero no contestó.

—Como iba diciendo —continuó Ramfalas—, el rey Ruigel II creyó que la guerra había acabado con la captura de los cabecillas. Sin embargo, estaba muy equivocado. Cuando las tropas endrinas viajaban de nuevo hacia Arbel, fueron atacadas por el ejército de cardios, éste había regresado en secreto desde el norte. Pero había llegado tarde, cuando Randtok (Cardarack para ellos) ya había desaparecido. A los cardios sólo les quedaba la venganza: cogieron por sorpresa al ejército endrino, lo destrozaron y mataron a la mayor parte de los soldados. Entre ellos cayó Redindil, y con él todos sus conocimientos. El rey Ruigel II huyó, pero estaba gravemente herido tras su enfrentamiento con Randtok.

—¡Cómo me hubiera gustado estar allí! —se oyó la voz de Randtok—. Con mi espada en la mano, los bardos aún estarían cantado baladas sobre mis hazañas.

—Pero no estuviste, «héroe» —le recriminó el dragón—. Los bardos no cantan tus hazañas porque todos te han olvidado. Cállate de una vez y deja al traductor que termine su relato.

—¡Mira quién se queja de las interrupciones! —replicó el medio endrino, y luego añadió—: El viejo lagarto que no es capaz de contener su lengua bífida.

—¡No tientes a tu suerte, asesino! —le amenazó el dragón dándose la vuelta malhumorado—. Sal y pelea cara a cara. Te enseñaré lo que te puede hacer este dragón con la lengua.

—Entra y demuéstramelo —le retó Randtok.

—¡Silencio los dos! —les reprendió Ramfalas, pero no le hicieron caso.

Estuvieron un buen rato increpándose mutuamente hasta que Ramfalas logró que se callaran y pudo continuar con su relato.

—La derrota frente a los cardios propició la caída del imperio endrino. Con el ejército destrozado, los esclavos se levantaron en todas las ciudades endrinas y tomaron el control. Los pocos endrinos que sobrevivieron a las revueltas tuvieron que hacerse a la mar para nunca volver. Pero habían dejado algo, una cripta donde Randtok quedó enterrado y olvidado.

—¿Eso es todo? —preguntó el dragón con aire sorprendido—. He encontrado la historia bonita, interesante. Pero el narrador es malo, me ha aburrido bastante, y encima, el asesino no ha hecho otra cosa que interrumpir continuamente, lo que lo hacía aún más tedioso —dijo el dragón bostezando—. Además, no sé para qué me la ha contado, no ha cambiado nada mi idea de comérmelo. Sigue siendo un asesino de dragones, aparte de convertirse un traidor a su señor.

—Ahí no ha terminado la historia —dijo Ramfalas—. Randtok fue encerrado con otro ilustre preso, Xafand, el discípulo de Redindil. El gran taumaturgo le echó cuando descubrió que su alumno intentó apoderarse de su libro de experimentos. Al enterarse de la revuelta iniciada por Randtok, Xafand se alió con él para vengarse de su maestro y usó sus conocimientos en la defensa agónica del Cardan. Pero no fueron suficientes y también fue derrotado y capturado. Ruigel no le ejecutó como al resto de rebeldes, ya que aparte de su maestro, éste era el único que podría saber dónde se guardaba el libro con los conocimientos y cómo volver a hacer de nuevo la receta. Así que ordenó que también fuese enterrado en vida como medida de precaución por si le pasaba algo a Redindil.

—¿Por eso hicieron ese viaje tus amigos, esos extraños endrinos que te acompañaron la última vez que viniste a mi morada? —preguntó el dragón interrumpiéndole.

—Exacto —respondió Ramfalas—. Supongo que al huir de Arbel, Ruigel se llevaría todas las reservas que le quedaban de la poción de Redindil. Es obvio que tales reservas no podían durar eternamente. Así que, pasados más de ochocientos años, el rey inmortal se estaría quedando sin su elixir de la vida eterna. Organizó una expedición para que buscasen la receta perdida y se lo encargó a una de sus seguidoras más leales: Niloan.

—Esa endrina era bastante peculiar —dijo el dragón—. Las sensaciones que me transmitió me decían que era peligrosa.

—No te imaginas lo peligrosa que llegó a ser —replicó Ramfalas e instintivamente se tocó la mano izquierda, donde faltaba el dedo meñique—. Pero ya me estoy adelantando de nuevo. Como te decía, el rey Ruigel II le encargó a Niloan que dirigiese la expedición. Contrataron a un grupo de mercenarios y el rey les dio dinero para todos los gastos que les surgieran en el camino. Pero tenían un problema: Redindil no era endrino, sino que era dagoriano al igual que yo. Por lo tanto, necesitaban a alguien que, cuando encontrasen el libro, les tradujese los conocimientos de Redindil al idioma endrino. Pero no les valía cualquier dagoriano; después de tantos años la antigua lengua ashiana que se hablaba en tiempos de Redindil había caído en desuso y sólo era utilizada en el ámbito académico, siendo sustituida por el dagoriano moderno[1].

—¿Y quién mejor para hacerlo que un estúpido traductor de la Academia de Dagoria? —le interrumpió el dragón.

—Aparte de este humilde traductor —dijo Ramfalas—, pocos eruditos de la Academia conocen el viejo idioma ashiano. Como ya no se usa, no es útil, y por eso nadie lo intenta aprender.

—¿Y por qué lo has estudiado tú? —inquirió el dragón.

—Porque era la especialización más barata de la Academia y la única que mi familia se podía permitir —admitió Ramfalas—. A mí me hubiera gustado estudiar uso de la taumaturgia o mentalismo, pero eso sólo están al alcance de muy pocos. Así que me tuve que conformar con…

—No necesito que me cuentes tu miserable vida —le interrumpió el dragón con desdén—. Sólo necesitaba una respuesta sencilla y corta. Así que una vez conseguido un traductor lo suficientemente estúpido como para aceptar su encargo, ¿qué hicieron?

—Yo no acepté ningún encargo —le contradijo Ramfalas—. Resultó que Niloan no era la única que iba detrás del libro de hechizos de Redindil. La Directora de la Academia de Dagoria también lo codiciaba, ordenó que me secuestraran y torturaran para descubrir qué era lo que yo sabía. Los endrinos me rescataron después de que yo recibiera una paliza tremenda. Tras eso, no me quedó más remedio que huir de Dagoria con ellos. Pero los sicarios de la Directora no cejaron en su empeño de conseguir el libro y nos persiguieron por las tierras desiertas del norte.

—Hasta llegar a las cercanías de mi guarida —intervino el dragón—. Y como también necesitaban sangre de dragón, fueron a buscar al más débil de todos, al viejo y olvidado Xilapban.

—Tú lo provocaste —le acusó Ramfalas—. En cuanto llegamos a la ciudad de Sloilan y dijimos la palabra «dragón», apareció Jaruk con una historia acerca de un malvado dragón que aterrorizaba a su pacífico pueblo. Sin embargo, conseguí sacarle la verdad: tú también necesitas a este estúpido traductor dagoriano. Y por eso nos atrajiste hacia aquí. Pero cometiste un tremendo error: calculaste mal y acabaste empotrado contra la boca de este mismo túnel donde se guarece Randtok, y con los endrinos encerrados dentro de él.

—Quizás debería plantearme el cegarlo completamente —titubeó el dragón—. Veo que se está convirtiendo en un nido para cucarachas. Puede que lo haga ahora mismo y así termino con ese maldito asesino que se esconde dentro.

—Ten paciencia y de momento no lo hagas —le suplicó Ramfalas—. No hasta haber escuchado toda la historia.

—Continúa, traductor, ¡y rápido! —dijo el dragón—. Ya me estoy aburriendo de tu presencia.

—Como decía, tú terminaste empotrado en ese túnel, los endrinos atrapados dentro y yo tuve que deberte un favor para rescatarlos —dijo Ramfalas.

—Dos —le rectificó el dragón—. Recuerda que aparecieron esos sicarios de los que hablabas antes y os apresaron a las puertas de mi morada. Jaruk os libró de esos sicarios por orden mía.

—Sí, está bien, dos favores —admitió Ramfalas—. Después de eso, para esquivarlos tuvimos que seguir una ruta peligrosa por las tierras que están al norte de tu guarida. Pasamos muchas calamidades y algunas aventuras…

—O hicisteis muchas estupideces —le interrumpió el dragón—. Como la de meteros en Veframg, ¿en qué estabais pensando? Recuerdo que os dejé bien claro que no debíais entrar en la ciudad de los luminados, en ese lugar duerme un poder muy superior a cualquiera. Tenéis suerte de seguir con vida.

—Yo tampoco quería ir, pero los endrinos, en especial Niloan, estaban decididos a encontrar esas ruinas —admitió Ramfalas—. Ellos pensaban que los luminados de Veframg enseñaron a Redindil a hacer aquella poción. Me obligaron a entrar con ellos en busca de alguna pista sobre cómo hacer la receta magistral y así no necesitar el libro perdido. Pero lo único que encontramos fueron escombros y muchas dificultades. Fuimos perseguidos por un ejército de armaduras vacías animadas por la taumaturgia. Aunque ése no fue el peor de nuestros problemas, ya que estaba la sombra…

—¿Qué sombra? —preguntó el dragón.

—En medio de Veframg se alzan las ruinas de un edificio de grandes proporciones —explicó Ramfalas—. Debajo de él, en una cámara cerrada, había un altar lleno de extraños símbolos.

—¿Qué hicisteis en ese altar? ¿No lo tocaríais? ¿No convocasteis a Beridal? —preguntó el dragón interrumpiendo a Ramfalas, aunque la respuesta se veía dibujada en la cara del traductor—. De entre todas las estupideces que has hecho, ésa es sin duda la mayor.

—Les advertí del peligro, pero no me quisieron escuchar —se apresuró Ramfalas a contestar—. Pensaban que él quizás podría darles respuestas. Me obligaron a tocar ese altar y enfrentarme a la sombra, ya que yo era el único que hablaba su idioma. Leyó mi mente y me sugirió… cosas. Niloan no dejó que entrase en su cabeza y casi la destruye. Pensé que íbamos a morir todos allí.

—No hubieseis muerto —le contradijo el dragón—, pero ahora mismo vuestra mente ya no os pertenecería. Seríais unos sirvientes leales, dispuestos a cumplir los retorcidos deseos de vuestro amo.

—Terminamos en una situación límite, ya que no podíamos huir —continuó Ramfalas—; estábamos rodeados por el ejército de armaduras animadas. Nos destrozarían en cuanto saliésemos del círculo que rodeaba el altar.

—Os advertí que la ciudad no quedó indefensa después de que yo la destruyese —afirmó Xilapban—. El único sitio que no registré fueron las catacumbas. No quería ni acercarme a la tumba de Beridal.

—Pues allí había otra cosa: una antigua armadura de un tamaño descomunal —replicó Ramfalas.

—¿La armadura de un gigante?

—No era una armadura como las demás que nos atacaron, ya que, aparte de ser enorme, hablaba y era hasta razonable —continuó Ramfalas—. Y fue la que nos salvó. Cogí su casco y repelió a las armaduras con un potente haz de luz. Huimos con éstas pisándonos los talones. El casco me embaucó para que lo usase. Me lo puse y ahora llevo este colgante que no me puedo quitar.

El placer es mutuo —ironizó una voz en la cabeza de Ramfalas.

No me molestes ahora, Laizar —le reprendió Ramfalas mentalmente.

Ramfalas agarró un pequeño collar hecho con una cuerdecita metálica a la que estaba atada un colgante con una pequeña piedra en el interior. Emitió un pequeño destello sólo cuando el traductor se concentró brevemente.

¿Les hablo de vosotros? —preguntó Ramfalas a las voces de su cabeza.

Sí, dile que Yamath, el maestro luminado, le manda un saludo —dijo otra de las voces.

De mí, mejor no hables —bufó Laizar.

—Parece que ya sabes usarlo un poco —asintió el dragón—. Siento que esa piedra está emitiendo algo, ¿qué es, luz?

—Sí, lo de iluminarlo ya casi lo hago de forma instantánea, aunque no puedo mantenerlo mucho tiempo —dijo Ramfalas y aumentó la luz a su alrededor con sólo la fuerza de su voluntad—. Pero éste no es su principal poder, se hizo para retener el conocimiento de cada uno de sus anteriores portadores, para que el siguiente en llevarlo al cuello pudiese acceder a él y obtener el consejo de sus antecesores.

—Vaya, vaya —dijo el dragón—, un colgante de luminados. Creí que ya no quedaba ninguno cuerdo.

—Éste perteneció a Yamath, un maestro luminado —dijo Ramfalas—. Te manda recuerdos.

—¿Yamath? —preguntó el dragón—. ¿Piensas que me voy a acordar de él entre tantos humanos estúpidos y con aires de grandeza, sólo por tener una piedra colgada del cuello?

Dile que yo fui el que le convenció para que se uniese a nuestra coalición para vencer a Beridal —dijo Yamath.

—De él deberías acordarte, fue quien te convenció para aliarte con los humanos.

—Ah, ese… —dijo el dragón pensativo—. Era bastante decente, y eso, entre la mediocridad de los luminados, debe tomárselo como un cumplido. Recuerdo que murió en la batalla. ¿Y su colgante terminó en una armadura?

—Así es.

—¿Y por qué no se lo quedó otro luminado? —preguntó el dragón—. Le recuerdo como un humano tranquilo y nada inestable. No parecía nada trastornado al llevarlo.

Cuidado con lo que dices —le advirtió Laizar.

—Como bien sabes, cuando se crearon los colgantes, no se pensó mucho en cómo iba a afectar al portador el tener tantas voces en la cabeza —admitió Ramfalas—. La mayoría terminaron locos y los colgantes inservibles por contener mentes antagónicas que se querían aniquilar entre ellas. Este colgante en concreto se lo quedó uno de sus discípulos, y lo hizo sin consultarlo con el Consejo de luminados —dijo Ramfalas eligiendo las palabras con cuidado para no enfadar a Laizar—. Era alguien, cómo decirlo, impulsivo y algo alocado. Su condición de portador duró poco, también murió en la batalla dos días después, en un ataque temerario contra Beridal.

Fue un gran ataque —se defendió Laizar—. Casi lo conseguí.

Ni de cerca —replicó otra voz diferente en la cabeza—. Fuiste aplastado.

Ya habló el pesado, aburrido y pedante de Sorte —le replicó Laizar.

Aunque te niegues a admitirlo, sabes que tengo razón —insistió Sorte.

¡Cuando quieras te demuestro de lo que soy capaz, viejo! —le retó Laizar.

¡Silencio! —exclamó Ramfalas harto de la conversación en su cabeza.

—¿Le pasa algo, traductor? —le preguntó el dragón—. Se ha quedado mirando a la nada.

—Son los problemas de poseer un colgante un tanto inestable, con ciertas mentes en conflicto continuo —admitió Ramfalas hablando un poco lento debido a que la discusión entre las voces ni mucho menos había terminado—. Por este mismo motivo, no hubo voluntarios para ser el portador de este colgante, nadie quería volverse loco. Así que decidieron una cosa nueva: usarlo en una armadura metálica mediante taumaturgia.

—Todo esto es muy bonito, pero intrascendente —dijo el dragón impaciente—. Retoma la narración. Cuanto antes termines, antes me ceno al asesino de dragones.

—Acércate e inténtalo —le retó Randtok desde la oscuridad del túnel.

—Obviaré las muchas aventuras que pasamos por el camino para llegar a los sucesos más importantes —prosiguió Ramfalas—. En la ciudad de Taramos (o Tar Amuz, como la llamaban los endrinos) me enteré de la mayor parte de la historia de Randtok que os he relatado antes. Desde esa ciudad, nos internamos en el corazón del Cardan en busca de los restos de Zag-Belug, el castillo donde le enterraron. Resumiéndolo bastante, con un poco de mala suerte y otro de buena, llegué a las celdas.

»Unos trasgos se habían asentado en las catacumbas del castillo. Me capturaron en un ataque nocturno y logré escapar gracias a que pelearon entre ellos para ver quién se quedaba conmigo… y me devoraba. Hui, pero los trasgos me cercaron, y no me quedó más alternativa que esconderme en un peligroso corredor. Aunque, como he dicho, tuve algo de suerte porque, sin quererlo, a través de él llegué hasta las celdas y topé con la puerta de la tumba de Randtok. No conseguí abrir la puerta, pues en ese momento desconocía cómo hacerlo.

»Después de pasar mucho tiempo ahí y de tener unos sueños cuanto menos extraños (que luego explicaré) los endrinos dieron con mi paradero y me rescataron. Niloan abrió la celda de Xafand, el discípulo de Redindil, y le liberó de su cautiverio. Pero no quiso hacer lo mismo con Randtok. Ni siquiera accedió a mis súplicas para ejecutarlo y que dejase de sufrir.

—Ni falta que tenía hacerlo —intervino el dragón—. Aún debería estar allí, sufriendo su bien merecido castigo.

—Yo, en un extraño sueño, le había prometido a Randtok que le daría una muerte justa —prosiguió Ramfalas ignorando la enésima interrupción del dragón—. Los luminados que tengo en mi mente me obligaron a cumplir la promesa. Así que me vi arrastrado de nuevo hacia la celda en donde estaba enterrado aquel que los cardios llamaron Cardarack. Las voces de mi cabeza me ayudaron a abrir las puertas mágicas hasta llegar a él.

—Si tenías pensado acabar con su vida, ¿por qué aún sigue en pie? —preguntó el dragón.

—Una vez liberado, fui incapaz de matarle a sangre fría —admitió Ramfalas—. Dejé que se fuese.

—No sé por qué me sorprendo de ello —le reprochó el dragón con cierta ironía—. Ciertamente, nunca te he visto con el valor suficiente para quitarle la vida a alguien. Pero no te mortifiques, has hecho lo correcto al traerme al asesino, yo terminaré el trabajo por ti.

—No lo he traído por ese motivo —le rectificó Ramfalas de forma apresurada—, él ha venido aquí por su propia voluntad.

—¿Seguro? —preguntó el dragón—. Aún oigo sus lloriqueos sobre que si el túnel es pequeño, que si le voy a reconocer y algún que otro bla, bla, bla… Si no fuera porque le has obligado, jamás habría osado a entrar aquí el muy cobarde.

—Así no vas a conseguir que salga de aquí, viejo lagarto escupefuego —se mofó Randtok—. Necesitarás mejores insultos.

—¡Y qué te parece esto! —rugió el dragón dándose la vuelta velozmente y lanzando una llamarada hacia la boca del túnel.

—Si antes no lo has conseguido, ahora menos —rio Randtok desde las profundidades del agujero.

—¡Tranquilizaos! —les suplicó Ramfalas—. Si seguís así, pasará una eternidad antes de que termine de contar la historia.

—Por mí puedes dejar de contarlo —dijo el dragón con indiferencia—. He perdido ya todas las ganas de escuchar el final.

—¡Pues lo vas a hacer! —exclamó Ramfalas, enfadado—. Estoy a punto de irme de tu guarida y dejaros solos para que os matéis entre los dos.

—Aunque sé que no lo harás, esperaré a que termines tu estúpido relato —dijo el dragón con desgana. Lentamente, y sin dejar de mirar el túnel donde se escondían Randtok, volvió a su antigua posición, tumbado enfrente de Ramfalas y con la cabeza apoyada en las patas delanteras.

—Bien —dijo Ramfalas sabedor de que había recuperado el control—. Como iba diciendo, dejé libre a Randtok. Cuando regresé al campamento, los endrinos adivinaron lo que había hecho. En ese instante perdí toda su confianza y quedé marcado como un traidor. Niloan se mostró tal cual era, un ser cruel e inflexible; intentó sondearme la mente para obligarme a revelar hacia dónde había ido Randtok. Las voces que hay en el colgante me ayudaron a defenderme.

Ciertamente, fue divertido —rio Laizar.

—Esos cacharros suelen ser unas herramientas muy útiles para los estúpidos y desmemoriados humanos —afirmó el dragón.

—¡Pero no me ayudaron cuando me cortó el dedo! —replicó Ramfalas mostrando su mano izquierda: del meñique sólo quedaba un pequeño muñón—. Niloan me amenazó con amputármelo si no me quitaba el colgante. Aunque yo les juré que no sabía cómo hacerlo, no me escuchó y me mutiló.

—No me lo reproches a mí —rio el dragón—. Ya te advertí, estúpido traductor, que esos endrinos no eran de fiar.

—Después de mi pérdida, lo pasé muy mal, ¡y para colmo los sicarios de la Directora de la Academia nos encontraron y nos robaron tu sangre!

—¡Qué estúpidos! —exclamó el dragón—. ¿Cómo os pueden robar tres carros con vasijas llenas de sangre?

—Tuvimos que dejarlos atrás cuando nos internamos en el Cardan en busca de la tumba de Randtok; la tierra de los cardios es demasiado peligrosa para recorrerla con una carga tan preciada —se justificó Ramfalas—. Cuando regresamos, habían desaparecido y en su lugar nos esperaban los sicarios. A regañadientes, Niloan llegó a un acuerdo para trabajar juntos.

»Hasta ese momento todavía no sabía para quién trabajaban esos sicarios. Me imaginaba que era alguien de Dagoria, pero nada más. Una vez que empezamos a viajar juntos, me enteré de la verdad: Gilanas, mi antiguo jefe en la Academia, era quien los comandaba. Pero éste era un mero subalterno más que recibía órdenes de la Directora.

»Cuando llegamos a las ruinas de Arbel, comenzaron a buscar el libro. Xafand les mintió y les hizo excavar en el sitio equivocado. Aprovechando la noche, los dos escapamos de nuestros captores. Él me guio hasta el sitio correcto, el sótano de una casa medio derruida. Allí, con la ayuda de las voces del colgante (e incluso la de Xafand), conseguí abrir la puerta y nos apoderamos del libro.

»Pero no fuimos lo suficientemente precavidos: Gilanas nos esperaba fuera e intentó quitarnos el libro. Sin embargo, tuvimos una ayuda totalmente inesperada: Randtok, a quien yo creía a cientos de leguas de distancia, apareció de la nada y los entretuvo lo suficiente para que nosotros pudiésemos escapar.

—Usted me liberó a mí de un tormento terrible, no podía dejar que cayera en el mismo pozo —intervino Randtok.

—No interrumpas, asesino —le reprochó el dragón mientras golpeaba con la cola en el suelo haciendo ruido—. Continúe, Ramfalas.

—Fuimos perseguidos durante días hasta que nos acorralaron en una destartalada torre, pegada a unos acantilados junto al mar —dijo Ramfalas—. Allí Randtok mató al dueño de ésta.

—Parece que la muerte es lo único que se le da bien —dijo el dragón.

—El hombre le atacó y Randtok tuvo que defenderse —le justificó Ramfalas.

—Claro, al igual que los cientos de dragones que asesinó —replicó el dragón con sarcasmo— ¿Ellos también te atacaron, endrino bastardo?

—Soy un soldado y cumplo órdenes —dijo Randtok desde el túnel.

—Sólo las cumples cuando te interesa; si no, no te hubieras rebelado contra tu rey —le acusó el dragón—. Además de asesino eres un hipócrita.

—Ramfalas, permíteme que acabe ahora mismo con este maldito lagarto —amenazó Randtok perdiendo la paciencia.

—No hace falta la orden del traductor, yo te la doy —le retó el dragón y su voz retumbó por toda la caverna— ¡Ven, héroe, mátame si puedes!

—¡Ya estoy harto! —se quejó Ramfalas—. ¡Me voy!

—¿A dónde vas, traductor? —preguntó el dragón—. Que yo sepa no tienes a donde ir.

—A cualquier otro lugar donde no estéis los dos —replicó Ramfalas mientras se encaminaba a la entrada del túnel por el que habían llegado.

—Vale, me tranquilizaré —cedió el dragón—. Termina tu estúpida historia.

—Ya no sé ni por dónde iba —se quejó Ramfalas mientras regresaba.

—El asesino mató a otro inocente en una torre junto al mar —apuntó el dragón.

—Randtok se defendió y ese pobre hombre murió —recordó Ramfalas—. Después, Xafand utilizó el corazón del muerto para crear un monstruo de barro por medio de la taumaturgia.

—Magia oscura y poderosa —interrumpió el dragón—. Supongo que la aprendería de los luminados de Veframg, y éstos de la innombrable sombra de poder que está enterrada allí.

—Nunca llegué a preguntárselo —admitió Ramfalas y luego continuó antes de que el dragón hablase de nuevo—: Conseguimos negociar una salida buena para todos: prometí hacer una copia del libro para cada una de las partes implicadas y así no tener que derramar más sangre. Pero Niloan quería la receta para ella sola. Quiso apoderarse del libro y se montó una pequeña escaramuza. Al final, y con la ayuda de las voces de mi cabeza, generé una potente onda mental que barrió todo, incluyendo a Xafand que desapareció por el precipicio.

—¿Tú, traductor?

—Fue suerte.

Fue gracias a mis acertadas indicaciones —se jactó Laizar.

Mucha suerte —le dijo Sorte—. Fuiste temerario como siempre.

—¿Y el libro? —preguntó Xilapban.

—Se lo llevaron los endrinos —respondió Ramfalas—. Tras la escaramuza sólo quedaban dos en condiciones de pelear. A pesar de que Niloan les pidió que nos mataran, los mercenarios que la acompañaban se contentaron con llevarse el libro y nos dejaron en paz.

—Eso no ayuda mucho a tu historia —dijo el dragón—. Con el libro volverán a matar dragones.

—Ya, pero una cosa es que se llevaran el libro y otra lo que contenían sus hojas.

—No te entiendo, traductor.

—Aparte de traductor, soy copista —dijo Ramfalas—. Y creo que bastante bueno porque nadie se dio cuenta de que arranqué varias hojas del libro y las sustituí por otras en las que me inventé todos los ingredientes.

—¿Qué se hizo con las hojas arrancadas? —preguntó el dragón.

—Randtok arrojó al fuego la receta de la vida eterna —respondió Ramfalas—. Y lo hizo sin dudarlo.

Nos sondea —dijo Yamath.

Lo sé —dijo Ramfalas sintiendo los ojos vacíos del dragón fijos en él —. Dejemos que entre, quiero que se convenza por sí mismo de nuestras palabras y nuestras acciones.

—¿Tienes algo más que añadir a tu relato? —preguntó el dragón después de unos instantes de silencio.

—No —contestó Ramfalas.

—¿Y pensabas que con esa historia iba a cambiar mi idea de comérmelo? —preguntó el dragón.

—Sí —admitió Ramfalas—. Randtok no fue el culpable del exterminio de los dragones. Fueron Redindil, Ulmilion y Ruigel, ellos son los culpables. Además, destruimos la receta para que nadie la volviese a hacer.

—Me da lo mismo —afirmó el dragón—, para mí siempre será el asesino de dragones.

—Randtok me ha prometido ayudarme en lo que necesite —dijo Ramfalas—. Espero que con eso apacigüe tu ira.

—¡Mi ira no se apagará hasta que esté muerto! —rugió el dragón.

Portador —dijo Laizar—, ¿pensabas que con esta estrategia el dragón iba a perdonar al asesino de dragones?

Pues… sí —admitió Ramfalas.

¿En serio? —insistió Laizar.

¿Tú que hubieras hecho? —le espetó Ramfalas.

¡Yo no lo hubiera traído! —sentenció Laizar—. No estoy seguro de si eres un incrédulo o simplemente estúpido, Portador.

¿Y qué hago? —preguntó Ramfalas molesto—. ¿Lo abandono? He conseguido llegar vivo hasta aquí gracias a él.

Trata de calmar los ánimos —terció Yamath—. Gana tiempo.

—Centrémonos en lo que hemos venido a hacer hoy —dijo Ramfalas elevando la voz, pero ni el medio endrino ni el dragón le hacían demasiado caso, se increpaban mutuamente entre gritos de un lado y rugidos del otro.

Tendrás que hacer algo para llamar su atención —dijo Laizar.

Un gran resplandor surgió de la nada. Brilló con tal fuerza que barrió las sombras de todos los rincones de la enorme caverna. Randtok dejó de discutir, pero el dragón, al estar ciego, no se percató inicialmente de lo que ocurría, seguía lanzando mil imprecaciones contra el medio endrino.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó el dragón—. ¿Tengo que recordarte que estoy ciego?

—Trato de captar vuestra atención —respondió Ramfalas.

La luz fue menguando rápidamente hasta quedar reducida a un pequeño brillo en el colgante de Ramfalas. 

—¿Y qué quieres ahora? —preguntó el dragón de malos modos.

—Dime de una vez lo que tengo que hacer para saldar mi deuda —dijo el traductor con la voz algo entrecortada por el esfuerzo realizado. La vista se le enturbió un poco, pero consiguió mantenerse erguido. No quería dar sensación de debilidad.

—¡Para saldar una de tus deudas! —le rectificó el dragón—. Dos veces te salvé la vida, ashiano, recuérdalo: una por cambiar tu vida por la de los endrinos y otra por liberarlos de los sicarios.

—Eso es relativo —dijo Ramfalas harto de que el dragón le recordase siempre lo mismo—. Jugaste conmigo para así conseguir a alguien que te ayude con tus oscuros propósitos.

—¿Oscuros propósitos? ¡Qué poco sabes…! —dijo el dragón con desdén y se quedó como recordando. Sus vacíos ojos se quedaron mirando a la oscuridad durante un rato—. Recuérdame que le corte la lengua Jaruk, a veces habla más de lo necesario —dijo cuando volvió del pozo de su memoria.

—Él me contó que tú lo habías dispuesto todo para que yo tuviese que subir y así tener que deberte un favor —le acusó Ramfalas.

—Te puedo asegurar que nunca fue mi intención quedarme atorado en el agujero en el que ahora se esconde el asesino bastardo —afirmó el dragón—. Mi intención era comerme a esa pandilla de cobardes con la que viajabas, pero tuve un pequeño fallo de cálculo y me quedé atascado. Lo que tú llamas «mi plan» se fue al traste en ese momento. Sin embargo, tú elegiste subir, recuérdalo, y también pudiste pedirme cualquier cosa que se te hubiera imaginado. Pero preferiste salvar a los endrinos, así como también optaste por salvar la vida de esos sicarios dagorianos en vez de dejar que me los comiera. —La voz del dragón se alzó con fuerza—: ¡Y eso, estúpido traductor, fue lo que selló tu destino! —Ramfalas se encogió acobardado ante la furia del dragón—. Sin embargo, ahora no quiero entrar en ese debate, ahora quiero devorar al asesino de dragones.

—No lo harás —replicó Ramfalas.

—No he pedido tu opinión, estúpido traductor.

Mantente firme, Portador —dijo Yamath.

—Si le haces daño, olvídate de que te ayude —dijo Ramfalas.

—Romperás tu palabra si no lo haces —dijo Xilapban.

—Ahora mismo lo que más me importa es que nadie salga herido.

—Eso ya lo he oído antes —dijo el dragón—. Hiciste lo mismo con otros endrinos cuyas vidas eran igual de prescindibles que las de este asesino…

—Si es necesario, estoy dispuesto a sufrir las consecuencias —dijo Ramfalas—. Te deberé otro estúpido favor.

—Ya me debes dos —dijo el dragón con desdén—. Dudo que vivas para cumplirlos. No hay necesidad de un tercero.

Creo que no lo va a aceptar —dijo Ramfalas—. Nos va a devorar a todos.

Acumula poder, Portador —dijo Laizar—. Vamos a vender cara la derrota.

Sigue firme, Portador —dijo Yamath—. Xilapban cederá.

—Es eso o nada —afirmó Ramfalas intentando aparentar una confianza y resolución que no tenía—. Cóbrate tu deuda con mi vida o acepta el nuevo trato.

Se hizo el silencio. Nadie se movía, todos permanecían quietos, expectantes. Ramfalas miraba al dragón y éste permanecía con la cabeza apuntando al traductor. Parecía que en cualquier momento se iba a lanzar a por él.

Me va a devorar —dijo Ramfalas mentalmente—. Me va a devorar, me va a devorar, ¡me va a devorar!

No lo hará —aseguró Yamath—. Sigue…

¡Lo sé, lo sé! —replicó Ramfalas interrumpiéndole—. No me lo repitas otra vez.

—Has cambiado, traductor —afirmó el dragón rompiendo el silencio—. Supongo que algún beneficio te habrá dado tener a todos esos luminados en tu cabeza.

—Entonces, ¿qué has decidido? —preguntó Ramfalas.

—Habrá trato, pero esta vez será diferente —dijo el dragón tras pensarlo—. No serás tú, dagoriano. Será por parte del asesino. Su vida por un favor.

—¿Qué es lo que quieres, dragón? —peguntó Randtok en un tono entre agresivo y escéptico.

—Debo pensarlo —dijo Xilapban—. Venid mañana cuando hayáis comido y descansado. Sois el trío de perros famélicos más lamentable con el que me he cruzado. Ahora, desapareced de mi vista, tengo cosas en las que pensar.

—No tenemos comida ni un lugar donde cobijarnos —dijo Ramfalas— ¿Podríamos quedarnos a dormir en alguna galería? Por ejemplo, en el túnel donde está Randtok.

—¿Aquí? —preguntó el dragón con tono ofendido—. ¡Nunca! No dejaré que llenéis mi morada de pulgas y chinches. Además, no quiero dormir teniendo a un asesino de dragones esperando a que cierre los ojos para matarme.

—No sería mala idea —dijo Randtok.

—La montaña es grande —dijo Ramfalas—, ¿no habría ningún otro sitio donde permitieras que nos quedáramos?

—Id con Jaruk —dijo el dragón—. Él os buscará un lugar donde dormir.

—¿Y dónde está Jaruk? —preguntó Ramfalas.

—Buscadle por los túneles de la montaña —respondió el dragón con ganas de que se fueran ya de su morada.

—Hay demasiados túneles, puede estar en cualquier… —comenzó a decir Ramfalas, pero le interrumpió la voz del dragón.

—¡Jaruk! —rugió Xilapban con poderosa voz en lengua talenia—. ¡Sal del maldito agujero en donde estás escondido!

—¿Llamaba el más grande de los dragones que jamás ha existido? —preguntó en la misma lengua una voz desde la oscuridad. De la nada salió un hombre vestido con pieles y con una poblada barba grisácea. Hizo una reverencia ante Ramfalas—. Bienvenido, ilustrísimo traductor de Dagoria.

—No seas adulador, eshul embustero —dijo el dragón—. Dale algo de comer al traductor de Dagoria y búscale un agujero donde pueda descansar. Tráelo mañana cuando no parezca un pordiosero.

—Antes de irnos, primero deberás prometer que no le harás ningún daño a Randtok —intervino Ramfalas—.  Él también se comprometerá a no atacarte.

—Prometo no comerle… de momento. —El dragón escogió las palabras haciendo una pausa demasiado marcada—. Como el asesino es un ser sin palabra, no perdáis el tiempo con falsas promesas. Si hace cualquier movimiento extraño, lo despedazo. —Xilapban se giró hacia el túnel donde aún estaba escondido Randtok—. ¡Sal, asesino! Puedes irte.

Pasaron unos instantes en silencio. Randtok asomó por la boca del túnel, primero fue la cabeza, luego el resto del cuerpo con el cuchillo apuntando hacia la cabeza del dragón. En algún momento del combate la hoja se había quebrado por la mitad y apenas quedaba palmo y medio del arma.

Fue dando pasos cortos y lentos, lo rodeó manteniendo una prudente distancia. Mientras tanto, Xilapban le ignoraba de forma deliberada, se tumbó con excesiva parsimonia, apoyando la cabeza sobre las garras delanteras. Después cerró los ojos.

El medio endrino no se relajó ante la aparente falta de interés por parte del dragón. Sabía que Xilapban estaba preparado para atacar en cualquier momento. Lentamente, sin prisa, Randtok se dirigió hacia los tres humanos, sin perder de vista en ningún momento al enorme reptil. Hasta que no alcanzaron la boca de otro túnel, no bajó el cuchillo y miró hacia delante.   Xilapban, por su parte, empezó a roncar de forma notoria y deliberada.


[1] En realidad, el dagoriano es una degeneración del idioma ashiano surgido entre las clases más bajas de la ciudad.

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