La Piel de los Ancestros – Capítulo 1

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1. Renegociar el trato

Los caballos trotaban a buen paso por el embarrado sendero. Un humano se encorvaba en la montura del primero de ellos, aferrado al cuello del animal para no caer y con la capucha echada sobre la cabeza para guarecerse de la lluvia que caía intensamente. A su lado un fornido medio endrino de larga melena guiaba a la otra cabalgadura. Sentado a la grupa y agarrado a la espalda de éste iba un niño, empapado y con el gesto cansado. Una alta muchacha de pelo rubio y liso caminaba impertérrita ante el aguacero por detrás de este grupo, dando largas zancadas y guiando a una recua de mulas, cargadas con abultados sacos, que a duras penas mantenían el ritmo de los caballos.

Avanzaban por una vieja senda que serpenteaba algo desdibujada en medio de una región despoblada y olvidada. A su alrededor se distinguían extensos pastos verdes, sólo interrumpidos por grupos aislados de rocas y algún árbol solitario.

Estaba bastante avanzado el día, con las nubes oscureciéndose más a cada paso que daban. La lógica invitaba a detenerse, a buscar algún refugio y esperar a que escampase mientras se pasaba la noche. Pero no podían hacerlo, tenían que llegar a su destino cuanto antes. Posiblemente no les quedase mucho tiempo, a la mañana siguiente quizás ya fuera demasiado tarde.

El primero de los jinetes se estremeció. El hombre sufrió una convulsión fruto del dolor y emitió un ahogado quejido. Después, encogido y sin fuerzas, se cayó del caballo y aterrizó pesadamente sobre la hierba del borde del camino.

—¡Ramfalas! —exclamó el medio endrino refrenando su montura. Se bajó torpemente del caballo y cojeó hacia el cuerpo tirado en el suelo.

Mientras ayudaba al otro a incorporarse un poco, la muchacha y el niño se preocuparon de que las mulas y los caballos no se alejaran.

—Estoy bien, Randtok —dijo el humano alzando una mano temblorosa—. Sólo ha sido un espasmo. Nada grave.

—Eso no se lo cree nadie —dijo el medio endrino llamado Randtok—. Debemos galopar todo lo que den las monturas hasta la guarida del dragón.

—Es peligroso —dijo el humano llamado Ramfalas—. El huevo podría…

—¡Olvida el maldito huevo! —le espetó Randtok.

—Si no le llevamos el huevo, Nashi también morirá —replicó Ramfalas—. A ella todavía no le afecta, supongo que será porque juró un día después que yo. No hay necesidad de que perezcamos todos.

Randtok iba a replicar, pero un ruido de pisadas sobre los charcos de barro le hizo levantar la cabeza en medio de la lluvia. Allí, delante de ellos, había un grupo de cuatro hombres vestidos a la usanza eshul. Habían aparecido de la nada, como si hubieran surgido de entre la hierba, pues un momento antes no estaban en el camino.

—¿Qué le ocurre a vuestro amigo? —preguntó uno de ellos en lengua talenia en clara alusión a Ramfalas. Quien hablaba era un hombre de mediana edad, con una enredada melena castaña y anudada en una coleta. La barba, corta y entrecana, mostraba una mueca burlona. No era el más grande y fuerte de todos, al contrario, era más bien delgado y bajo, pero estaba claro que él mandaba a esa pequeña tropa.

—No es problema vuestro —respondió Randtok de manera brusca usando el mismo idioma.

—¿Qué lleváis en esas mulas? —preguntó el eshul sin inmutarse por la reacción y señalando hacia los animales.

—Tampoco es de vuestra incumbencia —replicó Randtok manteniendo el tono agresivo.

—Yo creo que sí lo es —continuó hablando el hombre.

Randtok alzó la cabeza, molesto. Iba a soltar un improperio, pero calló, pues descubrió que habían aparecido más hombres a su alrededor. En total serían una docena y los rodeaban por completo. Los miró a todos, como calibrándolos. Enseguida se dio cuenta de que su actitud no era amistosa.

—Será mejor que os vayáis y no nos molestéis —les advirtió asiendo el puño de la espada.

—Creo que no entiendes la situación —dijo el líder de los hombres mientras apoyaba las manos sobre un par de hachuelas que tenía en el cinturón—. Nos vamos a quedar con vuestras mulas.

—No queremos problemas —dijo Ramfalas desde el suelo. Su voz, ronca y quejicosa, era apenas un susurro en medio de la lluvia—. Llevaros una mula con todo su cargamento. Hay suficiente en ella para todos vosotros.

—¿Por qué deberíamos contentarnos con una ínfima parte si podemos quedarnos con todo? —inquirió el hombre.

—Es un buen trato —aseguró Ramfalas. Sintió una punzada de dolor y se encogió apretando los dientes.

—Un endrino cojo, un hombre agonizante y dos niños —continuó el barbudo—. No hay ninguna razón que me impida llevármelo todo.

—No soy ninguna niña, soy una guerrera que pertenece al Daidato del Dragón —intervino la muchacha con altivez—. Si nos tocas, desatarás su ira sobre todo tu pueblo.

Los hombres que los rodeaban comenzaron a reír.

—Yo aquí no veo a ningún guerrero eshul, sólo a una chiquilla —replicó el líder de éstos—. Si tú estás con estos extranjeros, dudo que pertenezcas a ningún daidato. No te protege ninguna ley.

—No te esfuerces, Nashi —dijo Ramfalas incorporándose hasta quedar sentado sobre la hierba—. Sólo son burdos bandidos que buscan cualquier excusa para robar a los viajeros.

—Bueno, ya me he cansado de hablar —dijo Randtok desenfundando su espada de hoja oscura—. Al primero que se acerque, lo mato.

—Espera, Randtok. —Ramfalas alzó la mano. Parecía que hasta ese pequeño gesto le costaba. Respiró un par de veces con dificultad, como cogiendo fuerzas, y luego se dirigió a los bandidos—. Os ofrezco todas las mulas y su cargamento. Dejadnos los caballos y el saco pequeño que hay en uno de ellos.

Los bandidos fijaron su vista en el fardo que les decía Ramfalas. Su contenido tenía forma ovalada, pero poco más se podía imaginar acerca de lo que contenía.

—No les vamos a dar nada —replicó Randtok, tozudo—. Puedo con todos.

—Preferiría no mataros —afirmó el líder de los bandidos—. Aunque estés cojo, estoy seguro de que sacaremos algo por ti en el mercado de esclavos de Sloilan. Los dos críos también se venderán bien.

—¿Y el otro? —inquirió uno de sus compañeros en clara alusión a Ramfalas.

—Agoniza y no merece la pena llevárnoslo —dijo el líder—. Va a ser más un estorbo que otra cosa.

—Ayúdame a levantarme —pidió Ramfalas al endrino. Éste tiró de él y consiguió que se incorporase, aunque se veía que apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie.

—No sabéis con quién os estáis enfrentando, estúpidos —les espetó la muchacha llamada Nashi—. Él es Liamdur, la tormenta de Liam.

—¿Quién? —inquirió el líder de los bandidos—. Este desecho humano que no puede ni tenerse en pie entre los charcos.

—En otros lugares le llaman el Luminado —insistió la muchacha.

—¿El Luminado? —rio el bandido—. Buen intento de asustarnos. Ahora soltad las armas y os prometo que no os mataremos.

Ramfalas sintió otro pinchazo en el corazón. Se volvió a doblar mientras ahogaba un grito.

—No tengo tiempo para esta estúpida conversación —musitó entre dientes, conteniéndose para no ceder al dolor. No obstante, todavía tuvo fuerzas para levantar la cabeza y mirar a los ojos al bandido desde debajo de la capucha—. Llévate las mulas que quieras o atente a las consecuencias.

—Tú lo has querido —dijo el bandido encogiéndose de hombros mientras echaba mano de las hachuelas.

Randtok se alejó un par de pasos de Ramfalas mientras se encaraba con los cuatro bandidos que tenían al frente. El Luminado, sin el apoyo del otro, cayó de rodillas al suelo. Allí se quedó, empapado, con la cabeza gacha y con la mano agarrándose al pecho. Por detrás, Nashi sacó sus hachuelas y se encaró con otros de los bandidos y Nemeck puso un guijarro en su honda, todos alrededor de Ramfalas.

¿Ya has terminado de parlamentar? —inquirió una voz en la mente de Ramfalas.

Eso parece, Laizar —dijo éste mentalmente y con los dientes apretados por el dolor.

Entonces habrá que enseñar a esta chusma un poco de respeto —replicó Laizar.

—Preferiría no tener que llegar a la violencia. —Esto lo dijo Ramfalas en voz alta—. Pero no tengo tiempo que perder…

—Pues rendiros —le espetó, interrumpiéndole, el bandido haciendo un gesto de hastío que demostraba su hartazgo con la conversación.

—¡No tengo tiempo! —repitió Ramfalas gritando. Una nueva punzada, más dolorosa que las anteriores, le atravesó el pecho como un hierro candente.

Ramfalas comenzó a concentrarse. Era complicado, pues el dolor creciente del pecho era insoportable, tanto que le costaba controlarse. Un temblor en la tierra sacudió a todos, haciendo que los bandidos mirasen asustados a todas partes.

Calma y tranquilidad —dijo otra de las voces en la cabeza de Ramfalas.

No puedo, Yamath —replicó Ramfalas y luego gritó a viva voz tras sufrir un nuevo pinchazo agudo en el pecho—: ¡No puedo!

Ramfalas alzó una mano y se levantó de la nada un viento alrededor de él. Luego se llevó la otra a un colgante que asomaba de su cuello y apareció una esfera de luz entre sus dedos.

—¡Apartad de mi camino! —gritó Ramfalas a los bandidos, apretando los dientes y con la mirada furibunda—. ¡Ahora!

Los bandidos no se movieron del sitio, estaban indecisos ante los sucesos extraños que ocurrían a su alrededor.

—¡Atacad! —ordenó el líder de los bandidos cuando salió del estupor.

Decisión equivocada —rio Laizar en la mente de Ramfalas.

Antes de que ninguno pudiera siquiera alzar sus armas, el Luminado desató todo su poder. Otras veces se controlaba para no hacer más daño del necesario. Pero ahora, atravesado por el sufrimiento y la urgencia, no se contuvo.

El líder de los bandidos se vio alcanzado por una tremenda ráfaga de viento mezclado con el agua de lluvia que lo tiró al suelo a él y a los tres hombres que le acompañaban, mientras que otro que avanzaba por el flanco quedó cegado al impacto de una bola luminosa. A los demás no les dio tiempo a dar dos pasos antes de que nuevas ráfagas de viento intercaladas con bolas de luz les impactasen de lleno y los mandasen al suelo, aturdidos y cegados.

El barbudo eshul, a pesar de haber sido derribado, pudo levantarse y asir sus hachuelas. Inició una carrera hacia Ramfalas. Cuando se hallaba a unas cinco varas, lanzó una de las hachuelas, directa a la cabeza del Luminado.

¡Cuidado, Portador! —advirtió Laizar en la mente de Ramfalas.

Éste se giró y descubrió el arma cuando estaba a una escasa vara de su cara. Alzó la mano y la repelió, parando el filo con el dedo, como si fuera una molesta e inofensiva mosca.

El bandido detuvo su marcha, anonadado.

—¿Quién eres? —preguntó éste con los ojos abiertos como platos.

—Tenías que haberte quedado con las mulas —le recordó Ramfalas con mirada torva.

Un instante después le lanzó una potente ráfaga de viento que lo tiró de nuevo al suelo. El bandido rodó estrepitosamente unas cinco varas hasta que se detuvo contra una roca. El hombre intentó levantarse con la mirada aterrada, esta vez para escapar de allí. Sin embargo, se encontró con una oscura y afilada hoja en el gaznate.

—Muévete y te degüello —le advirtió Randtok a su lado.

El resto de los bandidos huyó entre gritos de terror, algunos dando tumbos y cegados y otros corriendo todo lo que daban sus piernas.

Ramfalas se acercó al líder de los bandidos.

—¿Qué hacemos con él? —inquirió Randtok.

Habría que matarle —dijo Laizar en la mente de Ramfalas.

Ése no es el comportamiento de un luminado —le reprendió Yamath.

Como siempre, el joven Laizar peca de un proceder contrario a toda ética —intervino Sorte, la tercera de las voces que solía hablar en la cabeza de Ramfalas.

¿Y qué quieres que haga el Portador? —inquirió Laizar a la defensiva—. ¿Dejarle ir para que vuelva prevenido y con más bandidos?

Siempre hay alternativas —dijo Yamath.

—¿Ramfalas? —insistió Randtok viendo que el humano parecía no reaccionar.

—¿Qué debería hacer contigo? —le preguntó Ramfalas al bandido después de meditar durante un instante—. ¿Venderte o matarte?

—¡No me matéis! ¡Ruego clemencia al Luminado, Liamdur o como quiera que le llame! —exclamó el hombre, aterrado—. Haré lo que me pidáis, pero perdonadme la vida.

—Ya sé lo que vas a hacer —asintió Ramfalas, pensativo—: vas a dormir.

El Luminado estiró la mano y la posó en la cabeza del hombre. Éste gritó, debatiéndose internamente. Ramfalas, dolorido, no tenía tiempo para hacerlo suavemente. Apartó la mente del bandido con brusquedad y la arrinconó en un minúsculo lugar. Luego éste cayó como un fardo, profundamente dormido.

Portador, sabes que eso es peligroso, ¿no? —inquirió Yamath—. Recuerda a Faerfel…

Esta sabandija no merece que el Portador pierda su tiempo —replicó Laizar—. Si no despierta jamás, dudo que nadie llore por él.

En ese momento llegó el bajón de fuerzas a Ramfalas. Le temblaron las piernas y se le nubló la vista. Siempre ocurría eso cuando se esforzaba en exceso. Pero esta vez, junto con el debilitamiento, vino el dolor en el pecho. Fue terrible, como si el corazón fuera a explotarle.

Las piernas le fallaron. No cayó de cabeza al suelo encharcado porque Randtok le sujetó antes de impactar. Pero lo que el medio endrino no pudo evitar fue que Ramfalas se revolcase de dolor y sufrimiento hasta aullar enloquecido.

—¡Nashi! —gritó Randtok sin alzar la cabeza—. ¡Te quedas con las mulas y con Nemeck!

No esperó contestación. El corpulento medio endrino alzó en vilo a Ramfalas y lo depositó sobre la silla del caballo más próximo, aquel que tenía atado el saco cuyo contenido mostraba una forma ovalada. Después se subió en él de manera aparatosa, entorpecido por la pierna herida. Cuando lo consiguió, cogió las riendas y azuzó al caballo.

Se lanzó a una carrera desesperada. Atravesaron los campos verdes a toda la velocidad que podía el animal, exigiéndole al máximo. Randtok se iba quitando cada poco tiempo el agua de la cara para poder distinguir por dónde iban. Sus ojos lilas estaban fijos en la búsqueda del sinuoso y embarrado sendero que estaban siguiendo. Cada poco tiempo alzaba la vista en busca de su destino: una montaña que se recortaba en la lejanía como un gran borrón oscuro y amenazante.

A pesar de que el medio endrino insistía a la bestia para que corriese más y más, ésta no daba más de sí; comenzó a cansarse cuando todavía estaban a medio camino de la montaña, lastrada por tanto peso sobre él.

—¡Corre, bonito! —le arengó Randtok—. ¡Corre, maldita sea!

Pero no parecía que el caballo le hiciese caso. El animal, aunque se esforzaba, redujo el ritmo inicial hasta quedarse en un trote pesaroso y jadeante.

Mientras tanto, Ramfalas seguía preso de terribles dolores. Algunas veces apretaba los puños hasta hacerse sangre con las uñas; otras, gritaba al no poder contenerse.

Debes luchar contra la marca del dragón, Portador —le sugirió Yamath.

El Portador no es lo suficientemente poderoso para vencerla —intervino Sorte.

Debe intentarlo si quiere llegar vivo a la montaña —insistió Yamath—. A este ritmo no durará mucho.

Ramfalas trató de concentrarse en la fuente del dolor, debía sentirlo y combatirlo. Sin embargo, era imposible. Con cada pinchazo, perdía la concentración. Desesperado, lo único que pudo hacer fue intentar ir más rápido. Colocó una temblorosa mano en el cuello del animal. Se concentró, pero otro pinchazo hizo que perdiera lo acumulado. Volvió a intentarlo, a pesar de un nuevo estertor que casi le hace perder la consciencia. Aguantó y se metió en la cabeza del caballo.

¡Corre! —ordenó mientras apartaba la débil mente de la montura. Le instó al animal para que corriera como nunca antes lo hubiera hecho, para que fuera más rápido que el viento.

Y el caballo reaccionó. Aceleró de nuevo, sin importar el sufrimiento o el cansancio propio, correría con todas sus fuerzas hasta caerse muerto. Lo hizo sin dudarlo porque esa orden era lo único que ocupaba su mente en ese instante.

Llegaron hasta la montaña que era su destino y que estaba un poco por delante del contorno de los imponentes montes Eshules. Llegaron a sus faldas y el camino se complicó. El caballo intentó subir las empinadas y embarradas cuestas sin ceder ni un ápice en su empeño, desesperado y echando espumarajos por la boca.

Libera al caballo —dijo Yamath—. Lo vas a matar.

Ramfalas volvió a concentrarse. El esfuerzo era tremendo, pero consiguió relajar mente del animal de nuevo para que dejara de esforzarse al máximo.

—¿Qué ha pasado, Ramfalas? —inquirió Randtok al ver que el animal se paraba y se negaba a dar un paso más de forma tozuda.

—Él se queda aquí —dijo Ramfalas con los dientes apretados para no volver a gritar—. Ayúdame a bajar.

—Iremos más lentos —rezongó Randtok.

—No sacrificaré otra vida por la mía —replicó Ramfalas—. El animal está a punto de sucumbir.

—Sólo es un estúpido caballo.

—Y yo un estúpido humano.

La conversación se terminó abruptamente. Ramfalas sufrió un nuevo ataque. Esta vez fue tan intenso que no podía casi ni respirar. Sentía que se ahogaba. Tosió y escupió sobre sus manos el líquido que anegaba su garganta: era sangre.

Se mareó. La cabeza comenzó a darle vueltas y la vista se le nubló. Alguien tiró de él, lo bajó del caballo y comenzó a llevarlo en volandas. Sería Randtok, pues notaba cómo cojeaba cuesta arriba mientras cargaba con él. Ramfalas mantenía la consciencia a duras penas y sólo porque el dolor no le permitía desmayarse. En ese instante la muerte era preferible a esa terrible agonía que estaba sufriendo.

Pero no tuvo ese descanso. Los agudos pinchazos de dolor se sucedían, ahora más leves, ahora más intensos. Pero nunca paraban. Volvió a intentar luchar contra ellos, pero seguía siendo imposible enfrentarse a tanto dolor y seguir concentrado.

Randtok consiguió llegar a la boca de un túnel grande y oscuro que se abría en la pared de roca de la montaña. Allí, ya a salvo de la incesante lluvia, el medio endrino se permitió un pequeño descanso para recuperar algo de resuello. Pero un nuevo grito de Ramfalas le conminó a lanzarse al interior cojeando ostensiblemente.

Dentro estaba muy oscuro, tanto que Randtok tuvo que reducir su ritmo para no tropezar y caer. Sin embargo, una débil lucecilla apareció en el pecho de Ramfalas.

—No sé cuánto podré mantenerla —susurró Ramfalas, su voz estaba ronca y débil, apenas era audible.

El medio endrino asintió. Después, ignorando sus propios dolores en la pierna, comenzó a avanzar dando grandes trancos por el agujero, recto y ancho, que se internaba en el corazón de la montaña. A Ramfalas le pareció eterno todo el trayecto; los pinchazos eran cada vez más intensos, más seguidos. Si no moría, estaba seguro de que iba a enloquecer. Cada vez que le asaltaba un espasmo, la pequeña luz que había generado flaqueaba, para luego volver a brillar en los escasos momentos en los que se mitigaban.

Accedieron a una gran cámara, excepcionalmente amplia, cuyos techos y paredes se perdían en la oscuridad. Randtok llevó a Ramfalas hasta la mitad del lugar y allí lo depositó, con cuidado, sobre el suelo.

—¡Sal, maldito dragón! —gritó el medio endrino alzándose de nuevo—. ¡Sal y cúrale!

Sólo obtuvo como respuesta el eco de su voz.

—¡Aquí tengo tu huevo, Xilapban! —continuó Randtok mostrando el saco con una mano—. ¡Sal y cumple tu parte del trato!

—Llegáis tarde —dijo una profunda voz desde algún punto de las alturas, su tono pausado contrastaba con el del medio endrino—. No habéis cumplido vuestra parte del trato. La muerte es lo único que le corresponde al estúpido traductor.

—Te hemos traído el huevo —insistió Randtok zarandeando el saco.

—Me habéis traído algo con forma de huevo —le corrigió el dragón con desdén.

—¡Míralo! —exclamó Randtok sacando el huevo del interior y alzándolo.

—Sabes que estoy ciego —rio el dragón—. No podré asegurarme de su autenticidad hasta no tenerlo en mi poder. Cumpliré mi trato contigo, si lo que me entregas es en verdad el huevo que busco, tú sobrevivirás.

—Pues creo que voy a renegociar el trato —dijo el medio endrino dejando el huevo en el suelo y desenfundando la espada—. Salva a Ramfalas o rompo el huevo.

Randtok posó la oscura hoja sobre la superficie del huevo. En ese instante un vendaval barrió la estancia. El medio endrino no se inmutó, pero Ramfalas perdió momentáneamente la concentración y se apagó la luz. La oscuridad lo llenó todo por un instante. Se sintió un impacto pesado, como si hubiera caído una enorme roca del techo, que hizo temblar el suelo a su alrededor. Cuando se recuperó la luz del colgante, Ramfalas tenían enfrente a un enorme dragón de piel verde y ojos vedados. Su cara era el vívido reflejo de la ira. Abrió la boca y en ella asomó una llama.

—¡Lo habré partido por la mitad antes de que me abrases! —amenazó Randtok—. Todo lo que llevas planeado desde hace tanto tiempo no habrá servido para nada.

—¡No puedo incumplir un trato! —replicó Xilapban—. Los términos eran claros. Un año para traer el huevo, ni un instante más.

—Pues despídete de tu nieto. —El medio endrino alzó un poco la espada.

—¡Espera! —le exhortó el dragón—. Tendrás que darme algo a cambio: me deberás un nuevo favor.

—¡No te deberé nada! —El tono de Randtok era contundente—. Sin embargo, para compensar este pequeño retraso te entregaremos algo que te pertenece y que creo que ya dabas por perdido: tu tesoro de Dagoria.

—¿Y dónde está? —inquirió el dragón con desconfianza.

—Cerca, llegará hoy —respondió Randtok sin dejar de mirar alternativamente al huevo y al dragón—. Te lo entregaremos todo… menos una décima parte en concepto de derecho de recuperación.

—¿Me estás extorsionando y robando, bastardo asesino de dragones? —rugió la voz de Xilapban retumbando por toda la cámara—. ¡A mí!

—Ya te lo he dicho: renegocio el trato —respondió Randtok—. Si no te gusta, te quedas sin huevo.

El dragón espiró humo por las fosas nasales. Estaba a medio camino de lanzarse sobre Randtok, con las uñas clavándose en la roca. Se notaba que tenía ganas de partirlo en dos de un zarpazo, pero se lo impedía el huevo que se interponía entre ambos.

—El plazo para decidirte acaba cuando muera Ramfalas —dijo Randtok—. Después de eso no habrá nada que me ofrezcas que me haga cambiar de idea. Antes de que me tientes con riquezas, te recuerdo que tengo tu tesoro.

A todo esto, Ramfalas seguía agonizando entre ambos, preso de terribles dolores. Su garganta volvió a anegarse de sangre. Escupió sobre la roca y dio una exigua bocanada de aire. Luego tuvo otro estertor que casi lo partió en dos. No iba a aguantar mucho más…

—No tengo más remedio que aceptar —afirmó el dragón a desgana—. Pero no os entregaré el pago convenido que os ofrecí hace un año. La parte de mi tesoro de Dagoria que os vais a quedar será suficiente pago por vuestros patéticos servicios.

Randtok asintió.

—Ahora apártate del huevo —exigió el dragón.

—Cúrale primero —replicó Randtok sin moverse del sitio.

El dragón dio un paso hacia adelante. Randtok se puso tenso, sin saber muy bien qué haría Xilapban. El enorme reptil avanzó hasta colocarse encima de Ramfalas. Tanteó con una garra hasta posarla sobre el cuerpo que no paraba de convulsionarse. Si la bajaba, lo aplastaría.

—Doy el trato por cumplido —dijo el dragón de mala gana.

En ese instante Ramfalas dejó de sentir dolor. El cambio se produjo de forma tan repentina que se sorprendió. Fue como percatarse de un inmenso vacío que antes era llenado completamente por el sufrimiento. No obstante, a pesar del alivio, notaba su cuerpo extremadamente cansado y maltratado. Cuando se apartó la garra de él, se quedó tumbado, sin fuerzas para moverse. Después de escupir los restos de sangre que aún quedaban en su garganta, se dedicó a respirar. Sólo quería eso: respirar. Los ojos comenzaron a cerrársele. Sí, necesitaba descansar. Pero una nueva discusión entre el dragón y el medio endrino le avisó de que el peligro no había terminado.

—Entrégame el huevo —exigió el dragón a Randtok.

—No me fio de ti, dragón —replicó el medio endrino—. Lo haré cuando salgamos de aquí.

—Eso sería incumplir el trato que tú acabas de renegociar —dijo el dragón—. Eres indigno. Pero bueno, no sé por qué me extraño, es algo hasta lógico viniendo de un sucio asesino como tú.

—Acércate y te demostraré lo que es capaz de hacer este sucio asesino —le retó Randtok.

—Estaría bien que nos tranquilicemos todos un poco —intervino Ramfalas desde el suelo. Le costaba pronunciar cada palabra y cada sílaba, pero se obligó a incorporarse hasta quedar sentado y hablar con toda la firmeza posible—. Todos juraremos que no nos atacaremos ni trataremos de matarnos. —Esperó un instante, pero ninguno dijo nada, así que insistió—: Vamos, hacedlo ambos. Estoy demasiado cansado para los reproches infantiles de vosotros dos —les recriminó—. ¡No os oigo! —exclamó al final, enfadándose.

—Juro que no atacaré al dragón si éste no lo hace —afirmó Randtok a desgana.

—Si dejáis el huevo ahí, no os haré daño… hasta haber comprobado que es el auténtico —replicó el dragón.

—Randtok, apártate del huevo —pidió Ramfalas. Al ver que el medio endrino no se inmutaba, insistió—: Por favor.

El medio endrino se alejó del huevo, siempre con la espada a punto y sin dejar de mirar al dragón. Mientras lo hacía, Xilapban daba pasos en dirección al huevo, tanteaba con la pata, poniendo mucho cuidado en lo que hacía, hasta que tocó suavemente la superficie ovalada con su uña. Después, lo agarró y lo llevó hasta su hocico. Inspiró y sonrió.

—Como puedes ver, hemos cumplido —dijo Ramfalas.

Pero el dragón estaba tan centrado en el huevo que no le prestó atención.

—Está vivo —murmuraba quedamente el dragón—. Siento su consciencia, también el fuego que habita en su interior.

—Os dejamos a solas —dijo Ramfalas alzando una mano para que el medio endrino le ayudase a ponerse en pie.

—Todavía no —replicó el dragón sin quitar su atención del huevo—. Hay dos cosas por tratar.

—¿Cuáles? —inquirió Randtok de malos modos mientras tiraba de Ramfalas para que se incorporara.

—La primera es, ¿dónde está mi tesoro? —le espetó el dragón.

—Viniendo —replicó el medio endrino. Tuvo que sujetar a Ramfalas para que éste no volviera a derrumbarse—. No tardará en llegar.

—Entonces esperareis aquí hasta que yo lo tenga en mi poder —afirmó Xilapban—. Y antes de que digas nada, no, no me fio de vosotros ni de vuestra palabra. Habéis quebrantado un trato y me habéis hecho romperlo también a mí.

—Puede tardar en llegar hasta aquí —intervino Ramfalas con tono lastimero y agarrado del brazo de Randtok. Sentía que las piernas apenas le sostenían— y yo necesito descansar. Lo de estar al borde de la muerte me ha dejado destrozado.

—Pues tendrás que esperar —insistió el dragón—. Mientras tanto, podemos hablar del segundo tema que quería tratar con vosotros.

—¿El qué? —inquirió Ramfalas.

—Todavía me debes un favor —le explicó el dragón.

—¿De verdad? —inquirió Ramfalas soltando un bufido—. ¿Tiene que ser ahora?

—Yo los tratos me los tomo en serio —replicó el dragón con aire ofendido—. Hay que concretar los términos de cómo lo vais a cumplir antes de que os marchéis.

—¿No podemos tratarlo mañana? —insistió Ramfalas—. Recuerdo que la última vez lo dejamos para el día siguiente.

—Prefiero hacerlo ahora, así evitamos que huyáis como ratas —dijo el dragón con un deje de repugnancia—. Una vez que habéis roto un pacto, sólo me convenceré de que os comprometéis con el siguiente si juráis por vuestra propia vida.

—¿Y de qué se trata esta vez? —inquirió Ramfalas demasiado cansado como para discutir—. Espero que no tengamos que escuchar un relato igual de largo que el de la última vez.

—Esta vez no lo habrá —aseguró el dragón y luego dudó—: La tarea es… es muy simple.

—¿Y cuál es? —preguntó Ramfalas.

—Necesito… esto… quiero… —El dragón se calló.

—Suéltalo ya, maldito lagarto —se impacientó Randtok.

—Quiero que descubráis cómo se incuba un huevo de dragón —dijo Xilapban.

Se produjo un breve silencio, pero luego Randtok soltó una risotada.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso, asesino? —le espetó el dragón, enfadado.

—¿En serio? —preguntó Randtok sin dejar de reír—. Pero si tú tuviste descendencia, un hijo según nos contaste, ¿ya no te acuerdas cómo se hace lo de ser padre?

—Yo recuerdo muchas cosas de las que ya nadie se acuerda en este mundo —dijo Xilapban a la defensiva.

—Menos de cómo perpetuar tu especie —siguió riendo el medio endrino.

—Yo era el rey de los dragones —dijo Xilapban—. De la crianza y esas cosas se ocupaban otros.

—¿Quién? —preguntó Ramfalas.

—Las hembras, principalmente —admitió el dragón.

—A ver, no tiene que ser tan complicado —dijo Randtok—. Supongo que se tendrá que incubar como cualquier otro huevo: dándole calor de forma constante.

—El asesino, para variar, demuestra su total ignorancia con respecto a mi especie —replicó Xilapban.

—Seré un ignorante, pero tú más, maldito lagarto —le espetó Randtok con tono burlón—. Yo, al menos, sé lo básico para traer a este mundo a los de mi especie.

—¡Cuidado, asesino! —le amenazó el dragón mientras en sus fauces se distinguía el rojo del fuego brotando.

—Ruego un poco de tranquilidad —intervino Ramfalas. Luego intentó redirigir la conversación—: ¿Y por qué nos lo pides a nosotros?

—¿No es evidente? —preguntó el dragón y luego su hocico apuntó a Randtok—. Ya no quedan dragones vivos. Aquí, el asesino, se encargó de matarlos a todos.

—No has respondido a mi pregunta, lo que quiero decir es cómo se supone que nosotros lo vamos a averiguar —insistió Ramfalas.

—No tengo ni idea, ése es vuestro problema —dijo el dragón con desdén.

—Al menos explícanos todo lo que sepas de cómo incubar un huevo de dragón —rogó Ramfalas—. Cualquier detalle nos servirá.

—No basta con sentarse encima y darle calor corporal, como si fueras una insignificante gallina —explicó el dragón—. Un verdadero erudito sabría que los reptiles necesitamos de otro tipo de calor para hacerlo eclosionar.

—Prueba a escupir tu fuego —sugirió Randtok.

—¿Cómo estás seguro de que eso no lo destruirá? —le espetó el dragón—. ¿Cuál es la temperatura adecuada? ¿Lo sabes, asesino? —Echó un humo espeso y fétido por las narices en señal de enfado, pero se calmó y siguió hablando—. Hay algo más que nadie sabe: hace milenios que descubrimos que, si se bañaba al huevo en un líquido que nosotros llamábamos comúnmente como «la piel de los ancestros», se conseguía que el embrión pudiera estar cientos de años, como éste, sin tener que eclosionar. El nombre era realmente acertado porque recuerdo que se fabricaba con sangre, dientes y huesos de los padres y antepasados del huevo.

—¿Y qué se ganaba con ello? —inquirió Ramfalas.

—Poder —explicó Xilapban—. El dragón que nacía de esta forma lo hacía mucho más sano y poderoso que las crías que nacían sin él.

—¿No os importa esperar tanto tiempo a que nazca vuestra cría? —preguntó Ramfalas, sorprendido.

—El paso del tiempo es diferente para nosotros —dijo Xilapban—. Comparadas con las nuestras, vuestras insignificantes vidas son un pequeño instante, tan breves que desaparecen antes de que nos demos cuenta. No nos importa esperar cien años a que eclosione un huevo.

—Bien, ¿y cuál es el problema? —preguntó Ramfalas.

—La piel de los ancestros, aparte de otorgar poder, evita que el huevo eclosione —explicó el dragón—. Es necesario retirarla de la superficie del huevo para que nazca la cría. Yo desconozco cuál es el proceso para ponerla y, lo que es más importante, la manera correcta de retirarla. Y esto último es lo que quiero que investiguéis. ¿Cómo hacer eclosionar un huevo que ha sido envuelto en la piel de los ancestros?

—Pero… esa información sólo la sabrá un dragón —dijo Ramfalas, abrumado por la tarea que tenía que acometer—. Y, que yo sepa, sólo quedas tú.

—Que no se haya vuelto a saber de otro dragón en tu tierra, no quiere decir que no sigan vivos otros —dijo Xilapban—. Tu deber será encontrar a uno que sepa todo este proceso y que te lo cuente. Os doy un plazo…

—Sí, de un año —le interrumpió Randtok.

—Ahora, jurad —les ordenó el dragón.

—¿No podríamos dejarlo para mañana? —inquirió Ramfalas—. Necesitamos descansar…

—¡Ahora! —la paciencia del dragón parecía que estaba agotándose.

—Juro que volveré dentro de un año con la información precisa y necesaria para retirar la piel de los ancestros y así incubar el huevo de un dragón —dijo Ramfalas con la mano puesta sobre la marca del dragón de su pecho. Después se dirigió a Xilapban—: ¿Contento?

—Sí, ciertamente —asintió éste—. Ahora le toca al asesino.

—Creo recordar que yo no tenía deudas contigo, lagarto —dijo Randtok—. Iré o no con Ramfalas si me apetece. Ya te lo dije la última vez: no voy a jurar.

—¿Deudas? —bramó el dragón—. ¿Cómo te atreves a insultarme de este modo? ¡Para pagar cada vida que arrancaste, cada alma que apagaste, deberías servirme cien veces con la tuya propia, asesino! ¡Me seguirás debiendo tu existencia hasta que yo lo decida!

—Sabes que no lo voy a hacer —se mofó el medio endrino—. Si quieres…

Randtok no llegó a terminar la frase. Se echó la mano al pecho y se encogió presa del dolor. Ramfalas, a su lado, calló de rodillas al no poder sostenerse por su propio pie.

—¡Cuidado, asesino! —le amenazó el dragón—. Conservas tu vida porque me eres útil como escolta de tu estúpido amigo. En el momento en el que dejes de serlo…

—¡Xilapban! —gritó Ramfalas arrastrándose junto al medio endrino—. Creo que ya habíamos pasado por esto antes. No hay necesidad de usar la violencia. ¡Detente ahora mismo!

—¿O qué? —le retó el dragón mientras disfrutaba viendo al medio endrino retorcerse por el suelo.

—O no te ayudaré en tu búsqueda —amenazó Ramfalas.

—Estás obligado a realizar la búsqueda —se rio el dragón—. Acabas de jurarlo.

No permitiré que le hagas daño —afirmó Ramfalas. Tocó a Randtok y se metió en su mente. Buscó la marca del dragón y se concentró en ella. Ahora sí podía luchar contra ella, ya que él no era quien sufría el dolor. Bloqueó con todas sus fuerzas la acción de la marca y enseguida notó cómo el medio endrino se relajaba un poco. El dolor, aunque no lo había detenido completamente, se mitigó lo suficiente para que fuera soportable.

—Veo que sigues aprendiendo nuevos trucos de luminado —dijo Xilapban con desdén.

—Sé muchas cosas —afirmó Ramfalas sin dejar de concentrarse en Randtok—. Algunas incluso podrían interesarte.

—¿El qué? —inquirió el dragón con curiosidad.

¿Vosotros sabéis algo de cómo incubar un huevo de dragón o acerca de eso que ha dicho de la piel de los ancestros? —preguntó Ramfalas rápidamente en su mente.

Ni idea —admitió Laizar.

Quizás alguno de los más antiguos —apuntó Yamath.

La noble raza de los dragones es demasiado hermética, nunca ha compartido nada con los humanos —comenzó a decir Sorte—. Quizás fuese ahora el momento para ahondar en la materia…

Gracias por tu aportación —le cortó Ramfalas y luego habló en voz alta al dragón—: Te recuerdo que tengo cientos de voces en la cabeza, muchas de ellas fueron grandes sabios de la antigüedad. Ahora mismo me están diciendo múltiples lugares en donde buscar la información que necesitas, también hay alguno que se aventura a proporcionarme ideas todavía más concretas de cómo sería el proceso…

Eres un embustero, Portador —rio Laizar—. Veo que vas aprendiendo algo de mí.

¡Silencio! —le espetó Ramfalas—. Necesito concentración para evitar que me sondee y descubra la verdad.

Aquí viene —avisó Yamath.

La consciencia del dragón atacó con ansia la mente de Ramfalas. Éste cerró sus pensamientos para que no leyera lo que pasaba por su cabeza. El impacto fue tan tremendo que tuvo que dejar de socorrer a Randtok para centrar todos sus esfuerzos en la acometida. Pero resistió la ferocidad de Xilapban y rechazó cualquier tipo de intrusión en su cabeza.

—¿Qué me ocultas? —inquirió el dragón—. ¡Dime lo que sabes!

—No lo haré —afirmó Ramfalas apretando los dientes por el esfuerzo—. Ahora deja en paz a mi amigo y permíteme que haga mi trabajo.

Randtok dejó de retorcerse de repente. Alzó la cabeza, con la vista clavada en el dragón. Se incorporó echo una furia y asió el puño de la espada con la intención de ir a atacar a Xilapban. Sin embargo, se encontró con el brazo de Ramfalas que le sujetaba de la pernera del pantalón.

—Contente —le advirtió el Luminado desde el suelo. Éste se sintió tentado de meterse en su mente e influenciarle, pero se abstuvo. Le había prometido al medio endrino que no lo volvería a hacer y se obligó a sí mismo a respetarlo.

Randtok le miró, contrariado. Luego volvió a encararse con el dragón. Respiró fuerte, con rabia. Pero luego bajó la espada. No la envainó, pero depuso su actitud hostil hacia el dragón.

—¡Cuéntame ahora lo que sabes, maldito traductor! —le espetó el dragón a Ramfalas.

—De momento no lo voy a hacer —dijo Ramfalas—. Entenderás que debo contrastar la información, ¿o prefieres arriesgarte?

—¡Entonces largaos de aquí los dos! —les espetó Xilapban de malos modos—. ¡No volváis hasta que no me traigáis algo más que ideas!

—Ya nos vamos —afirmó Ramfalas. Volvió a necesitar la ayuda de Randtok para incorporarse. Juntos se alejaron dando pasos cortos hacia atrás y sin dejar de mirar al encolerizado dragón.

Cuando alcanzaban la boca del túnel de salida, se detuvieron al escuchar la voz del dragón:

—Por cierto, tenéis prohibido abandonar la montaña hasta que no me hayáis traído mi tesoro —les advirtió.

—Llegará hoy —aseguró Ramfalas.

—Una última cosa —dijo Xilapban, aparentemente algo más calmado—: Aseguraos de que la información que me traigáis es buena. Si el huevo no eclosiona satisfactoriamente, tendréis una muerte terriblemente dolorosa.

Nashi y Nemeck llegaron a la montaña cuando la noche estaba ya muy avanzada. Por suerte, la muchacha se conocía bien cada recoveco de la región y no tuvo problemas en guiar a la comitiva de mulas hasta la morada de Xilapban. Pero eso no quitó para que el viaje fuera fatigoso. Cuando alcanzaron la entrada a las cuevas de la montaña, lo hicieron empapados y con el gesto cansado.

Randtok y Ramfalas los esperaban a la entrada del túnel, sin ganas de desafiar la advertencia del dragón acerca de no abandonar su montaña. Después de ponerse al día brevemente, contando a grandes rasgos los nuevos tratos a los que habían llegado con Xilapban, acompañaron a los dos muchachos hasta llegar cerca de la cámara del dragón.

—Será mejor que aguardes aquí —le pidió Ramfalas a Randtok, luego escogió las palabras con cuidado—. Así evitamos que haya nuevas… fricciones entre ambos.

—No me gusta que entréis ahí dentro sin mí —le dijo el medio endrino.

—Ciertamente, me da más miedo cuando el dragón y tú estáis cerca el uno del otro —explicó Ramfalas—. Ambos sois irascibles e impredecibles.

—Es culpa de ese dragón —se defendió Randtok en tono despectivo—. Está todo el rato provocándome.

—¡No haber exterminado a mi raza! —se oyó bramar la voz del dragón desde la lejanía.

El Portador se olvida de que Xilapban tiene el oído muy fino —dijo Sorte.

—Seguiré yo a partir de aquí —dijo Nashi pasando por delante de los dos mientras tiraba de la primera mula—. No hace falta que me acompañéis ninguno, sé cuidarme sola.

—Es peligroso entrar en esa caverna —le advirtió Randtok.

—Llevo entrando ahí dentro desde que nací —le aclaró la muchacha con suficiencia—. No necesito la protección de nadie. —Luego se giró hacia atrás—. ¿Vienes, Nemeck?

—Claro.

El niño corrió para colocarse a su altura mientras los otros dos, enmudecidos por el asombro, los veían pasar.

No tardaron en regresar. La conversación con el dragón fue rápida y bastante silenciosa. Cuando se juntaron de nuevo con Ramfalas y Randtok, éstos comprobaron que la mayoría del tesoro se había quedado con el dragón. Sólo una de las mulas llevaba un par de sacos atados a su lomo.

—¿Todo bien? —preguntó Ramfalas.

—Todo bien —asintió la muchacha.

—¿Te ha obligado a jurar? —inquirió Randtok.

Nashi negó con la cabeza.

—Me ha quitado la maldición, pero no me ha obligado a jurar otra vez —dijo la muchacha al ver las miradas inquisitivas de los demás.

—Es raro —dijo Ramfalas, pensativo—. El dragón no suele liberar a nadie sin ganar él algo a cambio.

—¿No te ha pedido nada? —inquirió Randtok.

—No. —La muchacha se encogió de hombros.

—¿Y no le has preguntado? —insistió el medio endrino.

—¿Para qué? —bufó Nashi—. Si el dragón no se acuerda, no seré yo quien se lo recuerde.

—El dragón no se olvida de nada —meditó Randtok mientras se rascaba la barbilla—. Si no te ha obligado a jurar, es por alguna razón que desconocemos.

—Ahora no tengo fuerzas para pensar en ello, ya es muy tarde —suplicó Ramfalas—. Durmamos, por favor. Mañana ya veremos qué nos depara el día.

Aunque a regañadientes, Randtok le hizo caso.

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