Ramfalas – Capítulo 1

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1. Una isla sin mar

Ramfalas dejó con cuidado el pesado tomo de herbología sobre la mesa de trabajo y se sentó en el banco. Estaba emocionado, pocas veces tenía la oportunidad de tener entre sus manos un libro tan antiguo. Lo olió: su aroma era añejo. El cuero de la cubierta estaba muy deteriorado, tanto que resultaba difícil distinguir las letras que formaban el título. Pasó sus dedos por encima, con delicadeza, sintiendo el tacto de la piel. Algunas hojas sobresalían sueltas por los lados, era probable que el cordaje estuviera roto.

Lo abrió con mucha prudencia. Si no actuaba con precaución se desmontaría todo en sus manos. El pergamino de la primera hoja se encontraba en muy mal estado, lleno de oscuras manchas y de aspecto quebradizo. Para pasar a la siguiente página tuvo que usar unas pinzas planas y toda su pericia para que no se rompiese. La siguiente estaba en las mismas penosas condiciones. No se atrevió a avanzar más.

Cerró los ojos.

La madera crujió ante su peso cuando se recostó contra el respaldo. Intentó relajarse, pero no pudo. Gilanas se iba a enfadar cuando se enterase de que otra vez se iba a retrasar con una traducción. Sólo con imaginar la reprimenda que le esperaba, provocaba que le sudaran las manos. Enfrentarse a su jefe le producía un miedo atroz, no sólo porque era el Bibliotecario Mayor, un cargo con mucho poder en la Academia, sino porque su presencia misma era aterradora. Su aspecto podría definirse como tétrico o más bien cadavérico: sin pelo en la cabeza y con la piel de un tono gris macilento, como si nunca se hubiera expuesto la luz del día. Nunca sonreía, enseñaba unos dientes amarillentos en una boca sin apenas labios. Lo más aterrador eran esos ojos azules, fríos y hundidos. Sus órdenes se obedecían, contradecirlas significaba provocar su ira. Ramfalas nunca se había atrevido, la cabeza siempre agachada, sumisa.

Otro podría encararse con él, quejarse de las condiciones en las que trabajaban e incluso gritarle. Pero Ramfalas no. Él era blando, sin personalidad. Todos lo afirmaban, incluso su padre se lo había repetido constantemente desde su más temprana edad. Y él lo asumía. No discutía por no molestar ni provocar el enfado de los demás. Incluso también era blando en su aspecto exterior, comer le apasionaba, el esfuerzo físico le aburría. Así, se había convertido en un joven entrado en carnes, de brazos flácidos y muslos fofos.

Un ruido quedo sonó a su espalda. Se enderezó asustado y echó un vistazo. Aparte de él, en la sala quedaban otro par de copistas, uno de ellos se acababa de levantar para salir de la sala. Por suerte, ni rastro del Bibliotecario.

Aliviado, volvió a cerrar los ojos. Dejó que su mente se relajase, deleitándose con los sonidos: el ruido seco de la pluma al deslizarse sobre el pergamino y los golpecitos en el tintero. No hacía falta nada más para estar en el paraíso de Ramfalas. Bueno, sí, algo de comida en la mano.

Una leve brisa le acarició el pelo. Cierto, los grandes ventanales hoy estaban abiertos de par en par. Menos mal que Gilanas no se encontraba en la sala; en cuanto detectaba la mínima brizna de viento ordenaba inmediatamente que cerrasen las compuertas. Para el Bibliotecario no había nada más importante que los tesoros académicos que guardaba la Biblioteca. Permitía abrirlas sólo cuando no llovía, la temperatura no era ni muy alta ni muy baja y el viento estaba bastante calmado. En Dagoria, la ciudad donde se levantaba la Academia, esos días eran tan comunes como ver cerdos volando. Así, la mayor parte del tiempo los traductores tenían que trabajar encerrados y ayudados sólo por la escasa luz que les proporcionaban las velas. Muchos estaban medio ciegos, él ya estaba notando que cada vez veía peor, que le costaba centrar la vista en los escritos, y eso a pesar de ser todavía bastante joven.

Miró al horizonte desde su privilegiada situación: el sol comenzaba a acostarse ya sobre una serie de achaparradas colinas que rodeaban la ciudad. Era una pena que no se pudiese ver lo que había detrás de ellas. Se comentaba por los pasillos que, desde lo alto de la Torre Norte, la más alta de las que tenía la Academia, era posible divisar mucho más lejos: en días muy despejados se alcanzaba a apreciar los contornos de las antiguas fortalezas del Imperio talenio. Desgraciadamente para él, desde la sala de traducción, en la quinta planta de la torre occidental, sólo se alcanzaba a ver un par de granjas junto al camino. Aun así, podía darse por satisfecho, no había otro edificio en toda la isla que llegase a la altura en la que él se encontraba trabajando.

Sin embargo, para Ramfalas siempre era mucho más interesante de ver lo que ocurría en la ciudad. Le encantaba observar la actividad en los muelles que había debajo de su posición. Podía ver gentes y mercancías de otras partes del mundo, vistosos barcos mercantes, inclusos animales extraños traídos de tierras lejanas. En la otra ribera del río había más atracaderos, pero no eran tan interesantes, estaban dedicados exclusivamente a las pequeñas barcas de pesca. Además, estaban demasiado lejos y no distinguía bien nada de lo que ocurría allí.

En ese momento atrajo su atención una gran galera que avanzaba contracorriente desde el sur con fuertes golpes de remo. Era una nave hermosa, de líneas elegantes, y pintada de plata. En el mástil ondeaba una bandera formada por un delfín blanco sobre un fondo azul: era la enseña de la isla del Alba, en el sureño mar de Golbran y a muchas leguas de allí. El sol de la tarde se reflejaba sobre la brillante cubierta, creando un pequeño sol deslumbrante. Siguió su avance con la mirada hasta que se desapareció debajo del Puente Occidental de la ciudad.

Ramfalas suspiró. Tomó aire.

Ya estaba lo suficientemente relajado para volver al enorme tomo de herbología que debía traducir. Su pluma comenzó a deslizarse sobre el pergamino, trasladando los datos que aparecían con la precisión de quien conoce bien su oficio. El viejo libro estaba escrito en el idioma ashiano, lengua que estaba en desuso, sólo conocida ya por los eruditos de la Academia de Dagoria. Su cometido era simple: traducirlo al dagoriano, la lengua actual de la ciudad, y una variante moderna de la vieja lengua ashiana. Aunque no había fecha de escritura, dató el libro aproximadamente alrededor del quinientos, unos mil años antes de que él naciera, en la época durante la cual el ashiano ya sólo se usaba en círculos académicos y de la alta sociedad, siendo el dagoriano el idioma del pueblo llano. El exceso de sol y de humedad lo habían estropeado dejando manchas oscuras que dificultaban la lectura. Se veía fácilmente que la causa del estado de deterioro que mostraba el tomo era que no se había guardado en un lugar idóneo. Era inimaginable que una joya como esa hubiera sobrevivido tantos años en esas condiciones. Los manuscritos más delicados y preciados de la Academia se guardaban en los sótanos de la torre, en unas cámaras diseñadas por los arquitectos y taumaturgos de la antigüedad, de tal forma que se preservaban de los agentes externos que pudieran dañarlos. Era evidente que el dueño de ese tratado de herbología no poseía en su casa una cámara así, ni algo remotamente parecido.

No llegó a terminar la hoja en la que estaba trabajando. Estaba cansado, casi agotado. Acababa de terminar otra traducción esa misma mañana y Gilanas ya le había dado este otro libro sin dejarle tiempo a reposar, metiéndole prisa para que lo hiciese cuanto antes.

Su mirada se escapó de nuevo en busca la galera. Ya había atracado y se encontraba amarrada en un pequeño puerto situado casi en el extremo norte de la isla. Había mucho trasiego de gente que subía a bordo y luego salía portando baúles y enormes cajas. Supuso que debía ser una embajada importante de la isla del Alba, en ese muelle sólo podían amarrar la realeza y las grandes casas. Ni los barcos mercantes ni los de pesca podían estar ahí.

Y su mente comenzó a volar con pensamientos de viajes, descubrimientos o cualquier otra cosa que no fuera ese tomo de herbología. En el comedor de la Academia escuchaba las conversaciones de otros eruditos. Hablaban de la emoción de subirse a uno de esos barcos, recorrer el río Raguan hasta su desembocadura en el sur, salir a mar abierto y viajar hasta descubrir tierras lejanas y exóticas. Claro, eran hijos, sobrinos o nietos de gente poderosa, no necesitaban el dinero para vivir. El paso en la Academia para ellos sólo era un trámite más en su educación. Para Ramfalas la Academia era otra cosa muy diferente, era su meta: tenía tres comidas calientes al día, un cuarto donde dormir y ropa limpia. Aunque había algo todavía más importante, muy por encima de cubrir las necesidades básicas: estaban los libros. Tenía una cosa clara, no se conocía ningún otro lugar en el mundo que tuviera más obras escritas que la biblioteca de la Insigne Real Academia de Dagoria. Era un paraíso para un alma hambrienta de conocimientos. Sin duda, su lugar en el mundo.

Alguien apareció en la cubierta del barco que acababa de atracar: era una dama vestida de blanco. Una multitud de sirvientes salió detrás de ella. Escudriñó e incluso se levantó ligeramente de su sitio para ver mejor a la persona que se paseaba por la cubierta, parecía joven, puede que bonita, con el pelo oscuro y largo…

Sintió una presencia detrás de él.

Salió de su ensimismamiento. Giró la cabeza bruscamente presintiendo lo que ocurría: Gilanas le miraba severamente.

—¡Se puede saber qué está haciendo! —exclamó el Bibliotecario con tono seco—. ¡Se le paga por traducir y no por mirar a las musarañas, gordo estúpido! —le reprendió mientras se dirigía hacia los ventanales. Los cerró bruscamente—. ¡Aún va por la primera hoja! A este paso se va a desmoronar antes de que lo termine.

—Lo siento, mi señor Bibliotecario, yo… estaba… estaba… —se excusó Ramfalas mientras se sentaba. Cogió la pluma y la mojó en el tintero, nervioso, tanto que cayó un goterón sobre el rollo de pergamino. Después, rebuscó por encima del escritorio algo para secar.

—¡Como una mancha de tinta roce ese incunable de herbología, le corto dos de esas morcillas que tiene por dedos! —dijo el Bibliotecario—. ¡Deje eso antes de que destroce algo!

—Puedo limpiarlo…

—¡Levántese y no toque nada! —le gritó el Bibliotecario y se giró al otro copista que quedaba en la sala—: Tú, arregla este desastre.

—Sí, señor —respondió el otro acobardado. Dejó lo que estaba haciendo y se levantó prestamente.

—Sígame, Ramfalas —dijo el Bibliotecario dándose la vuelta, sin mirar atrás.

—No volverá a pasar, lo juro —dijo Ramfalas aterrado y luego suplicó—: No me despida, por favor.

—¡Deje de lloriquear! —le reprendió el Bibliotecario mientras se alejaba—. Se le necesita para la consulta de un particular.

—¿Yo? —preguntó Ramfalas y echó a correr tras Gilanas con las tablas del suelo quejándose a su paso.

—Creo entender que aparte de manejarse con el ashiano usted conocía también el idioma endrino, ¿no es así?

—Sí —respondió Ramfalas llegando a su altura—, bueno, un poco. Durante mi estancia como alumno de la Academia aprendí el idioma; aunque no soy un experto en esa lengua…

—Hay una endrina que quiere hacer una consulta —le interrumpió el Bibliotecario de malos modos. Se detuvo al borde de las escaleras, después de traspasar la puerta de la sala de copistas—. Lo cierto es que no he entendido muy bien lo que quería decir, chapurreaba muy mal el idioma dagoriano. Pero claro, ¡qué se iba a esperar de un endrino! Estos bárbaros no son capaces de hablar bien ninguna lengua civilizada y sólo hablan en su grotesco idioma.

—Perdóneme, señor, pero yo no soy el mejor traductor de lengua endrina. Soy experto en lengua ashiana. Además, históricamente hablando el Imperio ashiano y el endrino nunca coincidieron ni geográfica ni temporalmente —intentó explicarle Ramfalas.

—No quiero una clase de historia, sólo un traductor, ¿su trabajo consiste en traducir? —le preguntó el Bibliotecario con tono airado—. ¿O normalmente dedica su tiempo a mirar por la ventana?

—No, señor. Yo sólo descansaba momentáneamente y… —respondió Ramfalas.

—¡No le he pedido que me cuente lo que hace para vaguear, sino si puede ocuparse de la endrina! —El Bibliotecario volvió a interrumpirle.

—Hay mejores traductores de endrino, ¿para qué me quiere a mí específicamente? —preguntó Ramfalas con cara de estúpido.

—De lo poco que he podido sacar de su jerga endrina hay un nombre: Redindil. No paraba de repetirlo sin cesar —dijo el Bibliotecario—. Creo que usted era experto en él.

—Estoy especializado en Historia Antigua —respondió Ramfalas—. Conseguí pasar la prueba final con un trabajo que hice sobre Redindil, se llamaba…

—No me interesa su estúpida vida, Ramfalas —le cortó Gilanas—. Sígame.

—Sí, señor —asintió Ramfalas obediente—. Como ordene.

Bajaron por la escalera de caracol hasta llegar a la base de ésta. El Bibliotecario le llevó hasta la puerta de una sala situada cerca de la entrada a la torre, la abrió y entró con Ramfalas pegado a su espalda.

La sala estaba completamente vacía, excepto por una mesa y un par de bancos. Junto a la mesa esperaba de pie una mujer endrina, alta y delgada como una torre, sin ningún rastro de vello en la cabeza y con la piel negra azulada tan característica de su raza. La nariz prominente y curvada le daba un aire de ave rapaz, como de un buitre a la espera de carroña. Ya tenía que estar en la madurez de la vida, así lo evidenciaban bastantes arrugas en su cara. Aunque con los endrinos no se podía acertar muy bien la edad real, su ciclo vital era diferente y, según se decía, podían vivir el doble que cualquier humano e incluso más.

—Quiero que haga de intérprete, Ramfalas —le dijo el Bibliotecario a Ramfalas en voz baja—. Parece alguien importante, con dinero. Quizás podamos conseguir un jugoso encargo.

Ramfalas también se había dado cuenta, la anciana iba vestida con una amplia túnica hecha de algún material bastante más caro que el lino que Ramfalas llevaba puesto.

La endrina dudó un instante qué hacer y, como vio que ni Ramfalas ni Gilanas se movían, se dirigió hacia ellos. En poco más de tres zancadas se plantó delante del traductor. Éste miró hacia arriba, la endrina le sacaba por lo menos dos cabezas, a pesar de que él era de estatura media.

—Buenas tardes, señor. Mi nombre es Niloan —dijo la endrina en su propio idioma, unos brillantes ojos lilas miraban a Ramfalas con curiosidad—. Me siento honrada porque pueda recibirme tan grande sabio de la Academia de Dagoria.

Ramfalas parpadeó y miró sin comprender del todo lo que le quería decir la mujer; hacía mucho tiempo que no oía la lengua endrina y la tenía un poco olvidada. La anciana le tuvo que repetir tres veces su nombre hasta que intuyó que se llamaba Niloan, o algo parecido. La frase cortés le costó mucho más adivinarla, tenía un acento bastante raro, peculiar, no se adaptaba a ninguna jerga de los que habían hablado con él (en verdad eran pocos, se podían contar con los dedos de la mano, incluido el profesor de lengua endrina de la Academia).

—Para mí es un «palcer» recibirle. —Ramfalas creyó haber dicho bien las palabras en lengua endrina.

—¿«Palcer»?

—«Pacler» —intentó rectificar Ramfalas en endrino—, creo, no, placer, se dice placer ¿no?

—Ah, «placer» —asintió Niloan con cierto tono de desdén cuando entendió lo que quería decirle Ramfalas—. Sí, para mí también es un «placer» —continuó la endrina recalcando la pronunciación de la palabra.

—¿Qué ocurre? ¿Qué le ha dicho? —inquirió Gilanas.

—Tiene una forma de hablar un tanto peculiar —admitió Ramfalas—. Su acento no se parece al de ningún endrino que conozca. Para que se haga una idea, es como los ajúreos, no hay quien les entienda[1].

—No se desvíe, Ramfalas, ¿pregúntele qué quiere? —ordenó Gilanas.

Ramfalas se sentó en uno de los bancos y le mostró a la endrina el banco contiguo al suyo, indicándole que lo ocupase. Niloan se sentó junto a Ramfalas, o más bien lo intentó, el banco era demasiado pequeño para su tamaño y tuvo problemas para meter los pies por debajo de la mesa; sus rodillas tocaban con las tablas y tuvo que quedarse con las piernas estiradas por debajo de ella para poder sentarse cómodamente, de manera que sus botas sobresalían por el otro lado. Gilanas se quedó de pie con los brazos cruzados, detrás de Ramfalas. Parecía un cuervo carroñero esperando para comer.

—He hecho un largo viaje desde mi tierra para buscar cierta información que creo que podría hallarse aquí, en Dagoria —le explicó cuando se hubo acomodado.

—Puede que esté en lo cierto —respondió Ramfalas creyendo haber entendido a Niloan—. La biblioteca de la Academia es la mayor del mundo occidental, contiene gran número de documentos de toda índole. Poseemos miles de códices y rollos, algunos de ellos raros ejemplares únicos traídos desde los lugares más recónditos.

—Me alegra saber eso —dijo la endrina—, porque necesito encontrar toda la información que pueda haber en su biblioteca sobre un personaje ashiano de la antigüedad.

—Ha venido al lugar correcto —respondió Ramfalas, comenzaba a habituarse a la forma de hablar de su interlocutora—, si hay un lugar en donde pueda haber información sobre la antigua Ashia, ése es la biblioteca de la Academia. ¿Sabía que en esta biblioteca se guardan los únicos ejemplares recuperados después de la caída de la ciudad?

—Ah, sí… muy interesante —dijo la endrina, pero el tono de su voz evidenciaba que no le importaba mucho.

—¿Ya le ha dicho lo que quiere? —interrumpió Gilanas.

—Todavía no —respondió Ramfalas y luego habló a Niloan—: ¿De quién quiere encontrar información?

—Bien. —La extraña hizo una pausa y miró a los ojos a Ramfalas durante un instante—. Es un mago llamado Redindil. ¿A usted le suena el nombre? Sé que vivió en esta ciudad hace más de mil años.

—Le conozco perfectamente —respondió Ramfalas—. Redindil es un mito para los dagorianos. Pero antes de hablarle sobre él, tengo que hacerle un par de aclaraciones: en primer lugar, Redindil no era estrictamente ashiano. El antiguo Imperio fue el que levantó la ciudad de Dagoria, eso es cierto, pero Redindil nació cuando Dagoria ya era una ciudad totalmente independiente, cerca de doscientos años después de la destrucción de Ashia, la capital del imperio, a manos de las hordas eshules.

—Perdone mi error —dijo la endrina—, pero mi gente no suele distinguir entre los hijos de Ashia, su historia es bastante desconocida en mi tierra. Es parecido a la forma en que ustedes nos identifican como «endrinos» a todos los hijos de La gran Madre Galanta, ¿conoce la historia de mi pueblo?

—En líneas generales —respondió Ramfalas—. En la Academia se estudia la historia Endrina, desde las olvidadas épocas en Dalancil hasta nuestros días.

—Hablo de la historia de la Dama Galanta y sus hijos.

—La Dama Galanta era la hija mayor de Nisel, el último rey endrino en Dalancil —respondió Ramfalas haciendo memoria sobre lo que había aprendido sobre los reinos endrinos—. Cuando los ejércitos Azabas derrotaron a las tropas endrinas y marcharon para Dalancil, la capital del reino endrino, Galanta tomó la decisión de abandonar la ciudad junto con los restos de su pueblo. Se echaron al mar y, tras un largo y penoso viaje, estableció a su pueblo en este continente, concretamente en las costas de Enadan.

—En esa época todavía éramos un pueblo unido —dijo la endrina—. Yo me refiero a después de la muerte de la Dama Galanta.

—Creo recordar que Galanta tuvo cinco hijos —siguió Ramfalas—. Supongo que se refiere a cómo, tras la muerte de ésta, se dividieron las posesiones de su madre y dieron nombre a los grandes reinos en que se dividió el pueblo endrino: el mayor, Reinel, fundó Enadan, Anelia fundó Amel, Romel fundó Romein, Radchenia fundo Radchen y el pequeño, Davel, Davorlun.

—Aunque no era necesaria tanta explicación, veo que están bien informados —asintió Niloan—. Es un caso similar al suyo: a pesar de que desde entonces cada cual pertenece a un reino diferente, ustedes, los ashianos, nos siguen denominando a todos como «endrinos».

—En eso discrepo —dijo Ramfalas—, creo recordar que Ravariniel, el nieto de Reinel, volvió a reunir a todos los endrinos bajo su mando formando el conocido como Imperio Unificado, que ha durado casi hasta nuestros días. Por el contrario, los dagorianos nos sentimos un pueblo independiente del viejo Imperio ashiano, pues con su destrucción se perdió casi toda su cultura, su saber y su historia. No obstante, en algunos aspectos nos parecemos a nuestros antepasados, sobre todo en el aspecto arquitectónico, donde la forma de las cúpulas es casi idéntica a la que tenían las torres de Ashia, aunque en el aspecto cultural tenemos ciertas diferencias como, por ejemplo…

—¿De qué están hablando? —volvió a interrumpir Gilanas.

—Le estoy haciendo un par de aclaraciones sobre Redindil —respondió Ramfalas—. Cree erróneamente que era un mago ashiano.

—No tengo toda la tarde para que usted divague, Ramfalas —le dijo Gilanas—, vaya al grano que le conozco.

—Creo que ya me ha quedado claro y no son necesarios más datos —dijo la endrina mirando de reojo a Gilanas y notando su malhumor—, ¿cuál era la segunda aclaración?

—¿La segunda? —Ramfalas se quedó un instante pensando—. ¡Ah!, ya me acuerdo, la segunda apreciación que tengo que decirle es que Redindil no era un mago, era un taumaturgo.

—¿Taumaturgo? —preguntó Niloan frunciendo el entrecejo—, ¿qué es un taumaturgo?, ¿cuál es la diferencia con un mago?

—La magia no existe —dijo Ramfalas dándoselas de erudito—. Existen mentalistas, curanderos, alquimistas, adivinadores (aunque yo piense que son charlatanes), taumaturgos y otras disciplinas del conocimiento, pero no magia como tal. Las destrezas de un taumaturgo están enfocadas a dar poder a objetos, que son los que realizan los prodigios. Para que lo entienda, un taumaturgo está a caballo entre lo que lo que usted erróneamente entiende como magia y la ciencia, pero con más parte de esto último.

Ramfalas no sabía realmente cómo los taumaturgos habían conseguido realizar sus prodigios, sólo lo que había leído en los libros sobre ellos: su trabajo no era magia, sólo ciencia bien aplicada. Pero claro, él quería aparentar que era un sabio versado en todas las áreas, no un simple copista y traductor.

—No me ha quedado clara la diferencia entre uno y otro —replicó la endrina—. En mi tierra, a los que son capaces de hacer prodigios, sean lo que sean, se les llama magos.

—Aquí, en Dagoria, tenemos una gran especialización en todas las áreas del conocimiento, con ello hemos llegado a tener expertos muy completos, todo gracias a los excelentes profesores de que disponemos —dijo Ramfalas con orgullo.

—¿Y ahora qué? —intervino otra vez la voz de Gilanas.

—Le estaba aclarando que Redindil fue un taumaturgo y no un mago —se excusó Ramfalas.

—No me importa la diferencia entre uno y otro —dijo Gilanas—. Pregúntele qué demonios quiere saber de Redindil.

—¿Qué le interesa sobre Redindil?

—¿Hay algún libro en la biblioteca sobre la vida de Redindil? —replicó la endrina con otra pregunta.

—En la biblioteca hay cientos de libros que tratan sobre la vida de Redindil. —Ramfalas no estaba tan seguro de lo que acababa de decir, pero le gustaba exagerar sobre la importancia de la biblioteca de la Academia—. Incluso le puedo recomendar uno que escribí yo, se llama «Redindil, separando el hombre del mito» —dijo recalcando con énfasis el «yo». Estaba muy orgulloso de él, fue su trabajo final mientras era estudiante de la Academia y era el único libro que había escrito que no era copia de otro—. Es una obra muy completa que trata con rigor gran parte de la vida del taumaturgo, descartando leyendas y fantasías…

—¿Escribió Redindil algún libro sobre sus investigaciones?

—Hasta el momento no se ha encontrado nada escrito de su puño y letra —respondió Ramfalas un poco enfadado por haber sido interrumpido cuando iba a hablar de su libro—. Han pasado casi mil años desde su desaparición y es lógico suponer que se hayan podido perder. Aunque actualmente está catalogado como un gran héroe de la antigüedad, ha habido épocas en que el nombre de Redindil no era bien visto en Dagoria, pues tuvo que exiliarse de ésta por discrepancia con el Consejo de la ciudad y fue considerado como alguien peligroso. Sus obras, si es que las hubo, puede que se hayan perdido para siempre. —Cuando le dejaban, Ramfalas podía estar todo el día hablando sobre la historia de Dagoria—. Su saber ha llegado hasta nuestros días gracias a las obras de coetáneos suyos y a los estudios realizados por los eruditos de esta Academia, entre los que me incluyo.

—Necesito saber todo sobre ese mago…taumaturgo —rectificó la anciana—: quién o quiénes fueron los tutores del mag…taumaturgo —volvió a rectificar—, libros que hubiera escrito, lugares en donde hubiera aprendido, gente con que hubiera convivido, aprendices que tuvo, etc. Quizás haya algún libro escrito por alguno de ellos.

—¿Ya le ha dicho qué quiere? —intervino Gilanas.

—Quiere saber si tenemos libros sobre Redindil y sus investigaciones.

—Pídale que concrete más —dijo Gilanas después de pensar un momento.

—Antes que nada, me gustaría saber sobre qué tipo de escritos quiere encontrar información —le comentó Ramfalas a la endrina—. Redindil tenía amplios conocimientos en disciplinas tan dispares como política, retórica, filosofía, geografía, matemáticas, física o anatomía.

—Quiero saberlo todo sobre Redindil —respondió la endrina—, pero me interesaría especialmente lo relacionado con sus investigaciones en taumaturgia, como lo llama usted.

—La endrina solicita todo lo que tengamos, pero que nos centremos en la taumaturgia —dijo Ramfalas a Gilanas antes de que éste le preguntase, luego volvió con Niloan—. Por lo que sé, gran parte de sus conocimientos los obtuvo de su gente, en Wetlin, la antigua capital del Imperio endrino Unificado, la que Galanta levantó cuando llegó a Enadan. Luego Wetlin fue destruida y desde entonces no existe la ciudad ni el reino ni Imperio Unificado…

—¿Wetlin? —preguntó la endrina con aire asombrado.

—Su nombre endrino es Guelin, ¿verdad? —respondió Ramfalas—, pero nosotros la llamamos con el nombre talenio de Wetlin.

—Sé que los talenios llaman Wetlin a Guelin, ¿aprendió taumaturgia en Guelin? —preguntó la endrina estupefacta.

Era la primera vez que Ramfalas veía que se alteraba en algo ese rostro impasible como una estatua.

—Pasó gran parte de su juventud estudiando en esa lejana ciudad erigida por su pueblo. No fue taumaturgia propiamente dicha, pero sí muchos conocimientos que le ayudaron a desarrollarla —respondió el traductor viendo la cara de incredulidad de la endrina—. Evidentemente, fue antes de la destrucción de la ciudad, incluso mucho antes del declive del Imperio endrino Unificado.

—Pregúntele por qué quiere saber cosas sobre Redindil —le cortó Gilanas.

—Para serle franco, me parece muy curioso que alguien de su raza se interese por alguien de la antigüedad dagoriana —dijo Ramfalas a Niloan intentando no parecer tan brusco como el Bibliotecario—. Sin ánimo de inmiscuirme en sus asuntos, ¿por qué quiere saber usted tanto sobre Redindil? Está muy lejos de su hogar y…

—Eso a usted no le importa absolutamente nada —le cortó bruscamente—. Yo hago preguntas y usted las responde.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ramfalas sorprendido por el cambio de la endrina—, sólo era para intentar ayudarle.

—¿Qué le ha dicho? —inquirió Gilanas.

—No ha querido decírmelo.

—¿No tendría ningún discípulo que hubiera dejado escritos? —insistió Niloan interrumpiéndoles.

—El único discípulo que tenía —respondió Ramfalas—, cuyo nombre era Xafand, se fue con él al exilio y no recuerdo que dejase algo escrito. Su destino se perdió en el tiempo, junto con el de su maestro.

—Como ya le he dicho, para mí es muy importante saber todo lo posible sobre Redindil —insistió la endrina—. Necesito recopilar toda la información que tengan sobre él traducida a mi idioma.

—Quiere que recopilemos toda la información que tengamos sobre Redindil —tradujo Ramfalas para Gilanas.

—Dígale que le costará cincuenta reales dagorianos[2]. —dijo Gilanas—. Lo tendrá dentro de cuarenta días.

Ramfalas tradujo.

—Imposible —dijo Niloan—. Eso es muy caro y no tengo tanto tiempo.

—Quizás le convenga más pedir que le hagan una copia de un libro sobre la vida de Redindil —dijo Ramfalas—. Será más barato. Le puedo recomendar el que escribí yo…

—¿Cuánto me costaría?

—Quiere saber cuánto costaría traducir mi libro a la lengua endrina —preguntó Ramfalas a Gilanas.

—Dígale que quince reales y lo tendrá en treinta días —dijo Gilanas tras meditarlo.

Ramfalas lo tradujo. Si la endrina aceptaba se podía llevar un par de reales extras, que es lo que se llevaban los escritores cada vez que alguien pedía copiar o traducir un libro suyo.

—Es caro —replicó Niloan—. Diez monedas de plata y diez días.

—El precio no es negociable —dijo Gilanas cuando Ramfalas le tradujo—. Esto no es un mercado donde se pueda regatear. Tradúcelo. Literalmente.

Ramfalas obedeció, aunque al final agregó algo de su cosecha: —Lo siento, los precios los marca la dirección, yo no puedo hacer nada.

Niloan asintió, se quedó pensativa un rato. Después rebuscó entre sus ropas y sacó una moneda.

—Tome, por las molestias. —La tiró encima de la mesa y se levantó. Se despidió brevemente de Ramfalas y salió de la sala sin mirar a Gilanas.

Ramfalas cogió la moneda que había quedado sobre la mesa. Era de bronce y bastante grande, como un dragón dagoriano, con un par más como esa se podría comprar unas botas nuevas. Reparó en el grabado que había en la superficie, aparecía la cara de un endrino con una inscripción por encima de la cabeza.

—Ruigel II, Rey de Talorlun, Señor de Edalan —tradujo en voz alta.

Gilanas le quitó la moneda de las manos y la miró detenidamente.

—¿Talorlun?

—Traduciendo literalmente, creo que es algo parecido a «Tierras del Oeste».

—Talorlun… —repitió Gilanas pensativo—. ¿Y cómo decía usted que era el acento de la endrina?

—Raro —dijo Ramfalas—. Diferente a cualquier endrino con el que yo hubiera hablado, ¿por?

—Vuelva a sus asuntos y no pregunte lo que no le importa —dijo Gilanas sin quitar la vista de la moneda.

Ramfalas salió de la torre todavía pensando en lo extraño de la conversación con la endrina y, sobre todo, el comportamiento de Gilanas. Se veía que su jefe estaba intrigado por algo.

Fue directo al comedor para cenar, pero lo hizo sin reparar en los patios que atravesaba. Y eso que era difícil no hacerlo, pues cada uno era una pequeña joya botánica: árboles traídos de la lejana península de Silónica se mezclaban con flores del enigmático bosque de Alvor o con enredaderas trasladadas desde las exuberantes selvas endrinas. A pesar de los duros inviernos que se daban en la región, los treinta y tres patios que había entre las cuatro torres permanecían siempre verdes, siempre floridos y raro era el árbol que perdía su hoja cuando las nieves hacían su aparición. Se decía que estos jardines eran mantenidos siempre verdes gracias a artefactos taumatúrgicos; aunque la dirección de la Academia siempre lo había negado y defendía el buen hacer de los jardineros.

Pero Ramfalas no se estaba fijando en ninguna de esas maravillas. Iba pensando en por qué una endrina se interesaba en un héroe dagoriano, en las enigmáticas preguntas del acento y, sobre todo, en cómo iba a sacar tiempo para traducir el tomo de herbología antes de que Gilanas le despellejase vivo.

Tras pasar por debajo de un par de palmeras cuyas hojas eran tan grandes como el propio Ramfalas, se encontró en un largo pasillo. En ese momento Ramfalas miró en derredor sin reconocer dónde se encontraba, avanzó por él hasta llegar al único patio de la Academia sin árboles ni plantas. Estaba lleno de barriles, sacos y enseres. Por una puerta lateral un par de muchachos entraban una caja voluminosa y detrás se veía el exterior. Los jóvenes le miraron preguntándose qué hacía ahí.

La respuesta era simple: Ramfalas se había equivocado de camino. Había terminado en las cocinas en vez de en el comedor. Y ésa era la puerta de servicio que se usaba para introducir la comida. No era la primera vez. Siempre iba distraído, pensando en otras cosas, tanto que no se fijaba bien por dónde iba y terminaba en cualquier otra parte diferente de la Academia a la que quería ir. Y eso que ya llevaba unos cuantos años viviendo entre sus muros. Cierto era que la orientación espacial no se encontraba entre sus habilidades, su madre siempre le decía que se fijase bien en donde se encontraba, así no se perdería. Pero él nunca lo hacía, su mente volaba. O como lo diría el Bibliotecario: «iba con la cabeza llena de estupideces».

Se giró para volver por donde había venido.

Casi se dio de bruces contra un enorme muro que había surgido de la nada a su espalda. Tras dar un paso atrás, reparó en que no se trataba de ningún un muro, sólo de la endrina Niloan.

—Siento molestarle, pero me gustaría hablar con usted.

—Tengo algo de prisa —se excusó Ramfalas intentando sortearla. Si llegaba tarde a la cena, se tendría que ir a la cama con el estómago vacío.

—Sólo será un momento —insistió la anciana agarrándole del brazo—. Quiero hacerle una proposición.

—¿De qué se trata?

—¿Cómo es de completo su libro sobre la vida de Redindil? —preguntó Niloan.

—Ha sido mi trabajo más importante y me llevó varios años terminarlo —respondió Ramfalas con gesto altivo—. Para ello, examiné exhaustivamente todos libros y manuscritos que pudieran tener alguna relación con Redindil…

—¿En cuánto tiempo me podría hacer una copia de su libro traducida a la lengua endrina?

—Yo no le puedo responder a esa pregunta, antes de poder realizar cualquier trabajo de un particular, la Academia tiene que aceptar su encargo —respondió Ramfalas. Parecía que la endrina no se enteraba de cómo se hacían las cosas en la Academia.

—El dinero no es problema para mí —dijo Niloan sacando de entre sus ropajes una bolsa del tamaño de una manzana que tintineó cuando la agitó—. Le pagaré el equivalente de diez reales dagorianos si lo tiene terminado en diez días. No necesito que lo decore, ni que lo haga con esa caligrafía de escriba que suelen utilizar en su gremio; hágalo como si fuese un diario o una carta, pero con letra clara. Lo más importante es que lo necesito lo más rápido posible. No quisiera estar en esta ciudad cuando lleguen las primeras nieves, tengo un largo camino por delante.

—Creo que no lo ha entendido —dijo Ramfalas y habló más pausado para que la endrina le comprendiese—: El pago debe hacérselo a la biblioteca. No debe darme el dinero a mí. Yo sólo soy un traductor. Además, es posible que ni siquiera sea yo el que haga el trabajo, eso lo decide el Bibliotecario. Yo ahora tengo muchos encargos.

—Creo que usted no me ha entendido a mí. Quiero que lo haga usted. Aunque tenga muchos trabajos, ninguno debe ser tan urgente como éste —le explicó la endrina sonriendo de forma más amenazante que amistosa. Agitó la bolsa de dinero haciendo que sonasen las monedas del interior—. Puede hacerlo sin que se entere el Bibliotecario y llevarse toda la bolsa. Pero si éste lo sabe, habrá que repartirla entre dos. Entonces, el Bibliotecario se llevará la mitad, o más, sin hacer absolutamente nada; mientras que usted hará todo el trabajo y, con un poco de suerte, se llevará la otra mitad. Decida usted lo que crea que es más lógico.

Ramfalas dudó.

La bolsa de monedas ocupaba toda su vista. Era demasiado dinero para un simple encargo. Alguna vez había conseguido llevarse algunas monedas haciéndose de rogar cuando le hacían un encargo urgente, pero una bolsa entera era algo excesivo. Podría comprase muchas cosas con ese dinero.

—Quizás… pueda tenerlo a tiempo —respondió al fin—. Pero no le puedo prometer nada, ahora tengo mucho trabajo y no sé de dónde voy a sacar tiempo para hacerlo sin que me descubran —se apresuró a añadir bajando la voz y mirando hacia ambos lados del pasillo por si alguien les estaba escuchando.

Ramfalas alargó la mano para coger la bolsa…

—Con eso me doy por satisfecha —dijo la endrina y volvió a guardar la bolsa entre sus ropajes—. Le espero dentro de diez días al anochecer en la posada «Las Tres Percas», en el barrio marinero. Pero le advierto, con cada día que se retrase la bolsa pesará un poco menos.

Niloan cruzó el patio y aprovechó para salir por la puerta de servicio que aún estaba abierta. Ramfalas volvió sobre sus pasos y buscó la entrada al gran comedor. No tardó encontrarla y se sentó en la mesa de los copistas. No charló con nadie, sus pensamientos se centraban en la petición de la endrina y en cómo iba a traducir el libro en tan poco tiempo. Los demás tampoco hicieron muchos intentos de hablar con él, excepto dos o tres que eran relativamente amables, generalmente le consideraban un plebeyo gordo y torpe. No le dirigían la palabra si no era necesario.

En cuanto terminó su plato, se levantó de la mesa y atravesó la Academia hacia su habitación. No era muy grande, un par de pasos de ancho por cuatro de largo, tampoco necesitaba mucho más. Era su pequeño templo. Allí no entraba Gilanas, podía ser él mismo. Además, ahí guardaba su mayor tesoro: un ejemplar del libro «Desarrolla tu poder interior», del insigne maestro Carlil. En ese libro se enseñaban las pautas para desarrollar la mente y conseguir controlar los artefactos taumatúrgicos. Era la única rama del conocimiento a la que no podía acceder, no por falta de artefactos, en la Academia había unos cuantos, sino por un simple detalle: nadie había sido capaz de aprender a controlar artefactos taumatúrgicos más allá de los quince años de edad. Los expertos decían que pasada esa edad no sé qué parte del cerebro se atrofiaba si no se desarrollaba correctamente en la infancia.

Cuando empezó a investigar a Redindil en la Academia, decidió que quería ser como él: un poderoso taumaturgo, temido por sus adversarios y venerado por sus seguidores. Sin embargo, no era capaz ni de usar artefactos taumatúrgicos, menos aún crearlos como su héroe. Debido a sus humildes orígenes no tuvo acceso a ningún profesor que le enseñase en su niñez.

Ramfalas podía ser muchas cosas: inseguro, blando, cobarde, torpe e incluso vago. Sin embargo, cuando se proponía algo, lo intentaba hasta la extenuación. Un ejemplo era conseguir estudiar en la Academia a pesar de ser el hijo de un simple granjero venido a más. Otro, graduarse a pesar de que el resto de los alumnos, todos ricos, le despreciase constantemente. Pero había otro más importante, que era trabajar en la propia Academia, a pesar de la oposición de Gilanas y la mayoría de los profesores.

Él no se rendía.

Por ese motivo no hizo caso a la opinión de los expertos. De forma disciplinada, antes de acostarse todas las noches repetía los ejercicios mentales que se indicaban en el libro del maestro Carlil. Ese día, a pesar de que tenía la cabeza con muchas dudas, no fue una excepción. Se desvistió, se tumbó, cerró los ojos y se relajó. Cuando estuvo lo bastante tranquilo, comenzó a intentar abrir su mente. Y, como todas las noches, terminaba durmiéndose sin que hubiera logrado ningún avance.


[1]     El dialecto ajúreo es, como el dagoriano, una variante moderna del extinto lenguaje ashiano. Los ajúreos suelen hablar demasiado rápido, juntando tanto las palabras entre sí que es difícil entender lo que dicen.

[2]     Los reales de plata son la moneda de referencia en Dagoria. También existen los dragones de bronce, el medio y el cuarto dragón, siendo un real equivalente a diez dragones.

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